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sábado, 13 de junio de 2020

Coimputados y abreviados: el dilema eterno

En qué carácter debe declarar en juicio quien haya sido condenado previamente por un procedimiento abreviado 



El gran Federico Gayos me compartió un fallo reciente de la CSJStaFe donde se trató un tema muy controvertido y complejo en derecho procesal penal: si el condenado por un procedimiento abreviado en una causa compartida con otros coimputados puede ser ofrecido por las partes para declarar en el eventual juicio oral seguido contra quienes no cerraron acuerdo alguno, y si esa declaración la efectúa en carácter de testigo o imputado. El nombre del fallo se denomina “Prediger, Leonardo Juan y otros s/ recurso de inconstitucionalidad” resuelto en fecha 30 de abril de 2020. 

El asunto toca muchos puntos, por lo que antes de comenzar por el fondo del fallo trataremos dos cuestiones preliminares: 

i) El ofrecimiento probatorio de la declaración del condenado por abreviado en un juicio oral no sería factible sin la posibilidad de individualizar, economizar y escindir el acuerdo abreviado de otros coimputados, tal como se recepta en el art. 346 del CPP de Santa Fe. Efectivamente, el CPP santafesino -a diferencia del código provincial anterior o el actual CPP federal- no obliga a que el concurso de imputados se ponga de acuerdo para abreviar o para ir a juicio, sino que permite que cada uno pueda negociar separadamente su condena prescindiendo de la decisión de los demás de ir a juicio o no. 

Y esta posibilidad de escisión no es menor, porque es respetuosa de la posición individual defensista más beneficiosa de cada imputado, evita la extorsión de los demás a tomar una decisión por abreviar o por ir a juicio que podría resultar arbitraria, e incentiva a descomprimir el hecho penal en la etapa intermedia antes que en un injustificado juicio oral con riesgos de penas más altas. 

ii) El tema también resulta atravesado por otra solución local, que esta vez es jurisprudencial: el famoso fallo “Mariaux”. No es mi propósito ahondar en este fallo que también tiene lo suyo, pero podemos señalar que por su decisorio: a) el audio y video de la declaración del imputado durante el proceso puede ser ofrecida como prueba material a través del operador de sala para reproducirla autónomamente en el juicio; b) y si no es ofrecida y el imputado decide declarar en juicio sin aceptar preguntas (como ocurre en casi todos los casos), dicho audio y video valdrá como declaración previa, exhibiéndola para evidenciar contradicción ante la valoración conglobada del juez. 

Separadamente, podríamos discutir si la CSJStaFe puede adoptar una resolución “constructivista y ordenatoria” para los demás tribunales como lo hizo en “Mariaux”. Recordemos que no hubo declaración de inconstitucionalidad alguna y nuestro modelo de justicia constitucional ha sido estructurado para ejercer un control difuso.

El fallo “Prediger”

Con esto en mente, ahora sí pasemos al fallo “Prediger”. Como surge de los hechos del caso, Prediger fue condenado por procedimiento abreviado a la pena de tres años de prisión efectiva como partícipe secundario de los delitos de robo calificado en fecha 1 de febrero de 2016. En la continuación del proceso contra dos coimputados, el fiscal ofreció como prueba material para el juicio oral el audio y video de la declaración de Prediger, que rechazado en tal carácter en primera y segunda instancia motivó el recurso ante la CSJStaFe.

Como suele ocurrir con los recursos extraordinarios provinciales que versan sobre materias penales, su tratamiento estuvo a cargo del juez Erbetta y sus argumentos al respecto fueron concisos. El tratamiento de los agravios fiscales fueron dos: la admisibilidad del medio probatorio, y, de ser admisible, su carácter en juicio.

Primero, el condenado por un procedimiento abreviado en una causa compartida con otros coimputados, ¿puede ser ofrecido por las partes para declarar en el eventual juicio oral? La respuesta es sí, “en virtud de que no está prohibida expresamente por la ley procesal y del principio de libertad probatoria”. Recordemos que por el art. 159 del CPPStaFe “[t]odos los hechos y circunstancias relacionados con el objeto del proceso podrán ser acreditados por cualquier medio de prueba”, por lo que el reforzamiento de esta libertad es positiva para la fiscalía o la defensa según beneficie su teoría del caso. 

Segundo, si el ofrecimiento es procedente, ¿bajo qué carácter declara el condenado por un procedimiento abreviado? ¿Cómo testigo o cómo imputado? Para sorpresa de algunos, no declarará ni como testigo ni como imputado. En esencia, el fallo demuestra que la situación del condenado por abreviado presenta ribetes propios que no permiten ubicarlo en una categoría o en otra. 

- Como imputado: no puede ser considerado imputado porque ya no se soporta la persecución penal. Quien firmó el abreviado y no recurrió la sentencia “está condenado por sentencia firme pasado en autoridad de cosa juzgada”. Y si dejo de ser imputado y pasó a ser un condenado, ya no corresponde darle el tratamiento de “Mariaux”. 

- Como testigo: no puede ser considerado testigo tradicional. La CSJStaFe sostiene que si ya se declaró su responsabilidad penal por los hechos que ahora se juzgan, entonces no es una persona ajena a la relación procesal debatida y, por ende, no entra en el concepto tradicional de testigo. Este último, sostienen, percibe el hecho desde fuera por medio de sus sentidos. 

Por supuesto la pregunta entonces será: si no es imputado y tampoco es un testigo tradicional, ¿bajo qué carácter declara en juicio? Bajo el carácter de un “testigo híbrido”, según las palabras de la corte provincial, que por su especial situación de haber sido condenado por el mismo hecho al que se somete a otra persona a proceso penal, no tiene la obligación de declarar bajo juramento y, por ende, “la imposibilidad de que incurra –eventualmente- en el delito de falso testimonio”. 

Ahora bien, que no se le tome juramento no quiere decir que no pueda ser contra examinado. El razonamiento parecería indicarnos que la determinación del carácter de testigo híbrido no sólo estará dada por la participación que tuvo el condenado en el hecho, sino además por las garantías del imputado comprometidas en el juicio oral. Por lo tanto, la opción más garantizadora para el imputado es que se le permita el contra examen del condenado para controlar la información como lo exige el derecho de defensa efectiva. 

Con esto dicho, en el fallo hay una notoria orfandad argumentativa para justificar porque del hecho de que el condenado por abreviado haya participado en el mismo hecho que el juzgado en juicio se desprende que no deba ser sometido a juramento. Al respecto podríamos destacar una postura a favor y otra en contra: 

A favor a que no sea sometido a juramento: 

- En la práctica, los fiscales le exigirían como condición a aquellos coimputados que quiera cerrar el abreviado que se detalle con nombre y apellido la participación de los demás coimputados en el hecho. De esa forma, ganaría un gran poder en la negociación porque seduciría con abreviados de baja pena a coimputados delatores y castigaría con altísimas penas a aquellos coimputados que vayan directamente a juicio. 

- Aun cuando haya sido condenado tras aceptar libremente un acuerdo de hechos y pena, rige la garantía de prohibición de incriminación coaccionada porque se trata de su propia causa y quizá buscó cerrarlo por la eventual presión de la prisionización preventiva o los resultados del juicio (entre otros motivos). En definitiva, es un hecho que puede ser usado en su contra y por ende amparado en el art. 18 de la CN. 

En contra a que no sea sometido a juramento: 

- Sin el juramento, la declaración del condenado tiene escaso o nulo valor probatorio. De hecho el propio fallo parece atajarse a esta cuestión, argumentando que “la declaración quede exenta del deber de prestar juramento será un elemento a tomar en cuenta a la hora de determinar su entidad convictiva, oportunidad en la que se deberá ponderar que se trata de una persona que puede eventualmente tener algún tipo de interés en el modo en que se resuelva la causa”.

- Como lo califica el fallo, el condenado por abreviado parecería ser más un “testigo híbrido” que “imputado híbrido”. Su causa ya cerró (goza de cosa juzgada material), por lo que su garantía constitucional se limita a la de guardar silencio y que no sea presumido en su contra. Como actor principal del hecho, una vez que ha optado libremente por declarar puede ser considerado tan testigo como la víctima. 

Un último punto de discusión que puede surgir del fallo es que ocurre con quien resulta condenado por el abreviado en carácter de partícipe, y luego el autor es absuelto en juicio oral. Recordemos que en materia de abreviados, por los arts. 339 inc. 2 y 343 del CPPStaFe rige el “sentence bargaining” y las partes sólo negocian la pena y su modalidad (más allá de que en el día a día esta limitación se ha flexibilizado sustancialmente). 

Esto cabe señalarlo porque el fallo comentado repite muchas veces que el condenado por abreviado fue declarado responsable “por los mismos hechos que ahora se juzgan [en el juicio oral]”. Esta afirmación no supone poco, porque implica sostener la indivisibilidad de la acusación fiscal en cuanto los hechos achacados a los coimputados y achica el margen de escisión de las causas entre quienes abrevien y quienes continúen a juicio, ya que ahora, según la corte santafesina, los primeros pueden ser citados como testigos en el juicio de los segundos. 

Un hecho como el descripto debería resolverse de acuerdo a la accesoriedad de la participación penal y a la comunicación de las circunstancias en el concurso de personas conforme a los arts. 47 y 48 del CP. Así también conforme al alcance que corresponda darle a la cosa juzgada material y los obstáculos que puedan removerla en beneficio del condenado, como se prevé en el art. 409 inc. a) del CPPStaFe para la procedencia del recurso de revisión. 

En definitiva, hay mucho por argumentar en esta materia. Sus aristas parecen infinitas, pero es digno celebrar una resolución esclarecedora del máximo tribunal santafesino.

domingo, 17 de noviembre de 2019

“La ley es la ley” por Andrés Rosler detalla una necesaria reivindicación del positivismo que las nuevas generaciones del Derecho deben atender

Una reseña integral

Sobre Andrés Rosler

Antes de tratar el libro en profundidad, quiero detenerme algunos párrafos para hablar de Andrés Rosler y el interrogante de por qué sus publicaciones son importantes y han cobrado tanta popularidad en el público joven del derecho -dentro de los que me incluyo, a pesar de que no le conste-. Hoy su nombre es pronunciado en toda clase de grados, cursos y especializaciones a lo ancho y largo del país, a pesar de que la materia “Filosofía del Derecho” suele ser incluida en los últimos años de las asignaturas universitarias, con un gran contenido teórico y sin mayor difusión práctica (me atrevería a decir, por más que más de uno se ofenda, casi con un pasaje secundario frente a otras asignaturas que allí se enseñan).

Lo que sucede es que Andrés Rosler tiene algo que ofrecer a las nuevas generaciones del derecho y de ningún modo este hecho es algo menor. Para cautivar la atención en el mundo actual, los riesgos con los que corre un autor académico con posturas políticas contrarias al status quo imperante son altos. En definitiva, todo autor que provea al público general de nuevos paradigmas debe correr los riesgos de ofender al resto, de ser mal representado y de ser expulsado o revocado de sus logros. 

A partir de allí, ese autor se enfrenta con el desafío de mantenerse firme y coherente en sus convicciones para transmitir confianza en sus propios saberes. Y efectivamente, la reivindicación del positivismo ha sorteado todos estos riesgos de la mano del autor aquí citado con increíble éxito y claridad. Hoy, producto a su vez del estupor que han causado algunos fallos aberrantes de los más altos tribunales del país en los últimos años, parecería que el positivismo ha despertado la atención de un gran número de mentes. O, por lo menos, de las suficientes mentes para que cobre vuelo.

Pero no sólo el contenido que Andrés Rosler ofrece en este libro es necesario y cautivante, sino que igual de notable es la forma de transmitirlo a través de su persona. He tenido la fortuna de hablar personalmente con el autor en otras oportunidades. La humildad académica que lo caracteriza, acompañada de una buena dosis de humor que, adelanto, se encuentra en cada capítulo del libro, no deja de despertar el asombro y aprecio de muchos. En definitiva, este libro de imprescindible lectura no sólo reforzará el espíritu crítico de futuros abogados y filósofos del derecho, sino que animará a reivindicar el positivismo de una nueva forma.

Introducción

De dónde venimos, dónde estamos parados y hacia dónde vamos o, por lo menos, hacia dónde debemos ir respecto de las teorías jurídicas que describen o prescriben la función del derecho, es la primera información con la que nos topamos en este nuevo libro de Andrés Rosler. Como toda introducción Hollywoodesca a una larga historia, el antes y el después puede explicarse a partir de un problema del ahora: hoy “colapsó la frontera que solía separar el derecho vigente de nuestra filosofía del derecho” (pág. 15).

Este colapso, por ende, no es casual. Hemos llegado a este punto porque la seducción de una teoría particular, y su difusión por parte de un autor particular, ha tomado tal poder en la actualidad que el propósito del derecho como sistema convencional autoritativo se ha visto desafiado: esta teoría es el interpretativismo y el autor es Ronald Dworkin. “En la era d.D (después de Dworkin), nos hemos acostumbrado a creer que el razonamiento jurídico no es ni más ni menos que el razonamiento moral (o político) por otros medios: un conjunto de derechos y principios que se supone que nadie puede razonablemente negar a pesar de que no figuran en ninguna norma jurídica, y es precisamente por eso que deben ser identificados por los jueces mediante una “interpretación” (pág. 13).

Así, el interpretativismo ha servido para crear un arma de triple filo, consistente en: a) “que [se] haya hecho colapsar la frontera entre el derecho y la ética o la política”, b) que sea “el propio Drowkin, el enemigo autoproclamado del positivismo, quien lo describe acabadamente: “La ley es la ley” (pág. 14 y 15) y c) que las auto contradicciones del interpretativismo no solo no suelan ser detectadas por sus próceres, sino que desnudan la autoridad legítima de todo Estado de Derecho para vestirla peligrosamente de razones individuales. 

Por ende, para defenderse de esta embestida actual no son menores los esfuerzos que deben efectuarse y esto es precisamente lo que hace Andrés Rosler de manera brillante en los capítulos siguientes del libro, reivindicando así el positivismo para el futuro. Reconociendo que Thomas Hobbes es el padre espiritual del positivismo jurídico, según la teoría positivista “la ley es la ley, el derecho que no es no tiene por qué coincidir con el derecho tal como nos gustaría que fuera, es decir, con nuestras creencias morales o políticas (…) y esto no tiene por qué ser necesariamente una mala noticia, sobre todo si el derecho pretende tener autoridad antes que dar las respuestas correctas” (pág. 16). 

Y así como Rosler toma como ejemplo una decisión reciente del TOC de la Capital Federal para demostrar que “el problema no [es] la interpretación del derecho, sino el interpretativismo, ya que para este último debemos interpretar el derecho cada vez que deseamos aplicarlo” (pág. 19), yo también quiero citar mi propio ejemplo de las prácticas nocivas del interpretativismo. En efecto, me encuentro escribiendo un comentario sobre la imposibilidad de declarar imprescriptibles los delitos ordinarios porque, contrario al entendimiento de jurisprudencia reciente (1), hacerlo resultaría totalmente incompatible con las garantías a una ley previa, estricta, escrita y a un plazo razonable que goza toda persona imputada. 

Sin embargo, y a pesar de que la CSJN parecía así entenderlo en el caso “Derecho, René Jesús s/incidente de prescripción” del año 2007 al declarar prescripta la acción por un presunto delito cometido en 1989, luego la Corte IDH decidió imponer al Estado Argentino un deber de investigar que debía, indefectiblemente, ir acompañado de un deber de sancionar. Efectivamente, en el año 2011, la CSJN revocó su propia sentencia y remitió a otro fallo suyo: “Espósito”, en donde dejó sentado que “no comparte el criterio restrictivo del derecho de defensa que se desprende de la resolución del tribunal internacional mencionado” , pero que, “en consecuencia, se plantea la paradoja de que solo es posible cumplir con los deberes impuestos al Estado Argentino por la jurisdicción internacional en materia de derechos humanos restringiendo fuertemente los derechos de la defensa” (que también son humanos y tienen forma de garantías, agregaría). 

Según este entendimiento de la CSJN, “donde manda capitán, no manda marinero” (pág. 17 y 18) y la Constitución no es la brújula del barco, sino un pez más en el agua. Con este humilde ejemplo que he reemplazado del utilizado por Andrés Rosler en su libro, podemos dar una primera muestra de los efectos nocivos del interpretativismo. Aún en casos sencillos desde el punto de vista jurídico, decidir conforme razones morales puede tornarse difícil al desproveer a la Constitución de su función de guía fundamental y sometiéndola a la deriva del contenido individual de cada juez. 

Con esto dicho, continuaremos con el desarrollo del libro para ver como las escuelas de filosofía encaran estos dilemas. 

Iusnaturalismo 

El iusnaturalismo, en palabras del autor, “es un muy serio candidato a ser considerado como la primera escuela de filosofía del derecho” (pág. 23), sin perjuicio de que las primeras obras propiamente dichas de filosofía del derecho hayan surgido a fines del siglo XVIII, comienzos del XIX. Como primera aproximación a esta escuela, “lo que interesa es que exista una respuesta moralmente correcta, con independencia de quienes la hayan identificado, a tal punto que la inmoralidad de la respuesta invalida su carácter legal” (pág. 24). 

Por supuesto que, si este es el caso, las objeciones deben hacerse oír. Si la respuesta moral correcta que debe imponerse solo es accidentalmente la legal, “el derecho no ha existido jamás” (pág. 25). Además, cómo accedemos a ese razonamiento moral es quizá el mayor de los problemas de fuentes para el iusnaturalismo. Aún si “podemos inferir qué debemos hacer a partir de la naturaleza” (pág. 26) y tenemos el designio divino de encontrarnos con el derecho natural correcto, “no habría razones para recomendarlo (…) porque no se [podría] evitar ni provocar” (pág. 27). 

Para echar luz a estas objeciones, es imprescindible que todo gran crítico acuda al máximo autor de su respectiva teoría. Rosler lo hace y por eso acude a Finnis, quien es “un iusnaturalista atípico en varios sentidos”. En efecto, “la expresión ley natural no es una locución muy feliz que digamos” (pág. 32), nos dice Finnis. El término ley, desde esta perspectiva, es un término amplio que abarca “principios, requerimientos y estándares [de razonabilidad práctica sobre los bienes]” y que “suministran material suficiente como para caer bajo la descripción de disciplinas diferentes como la ética, la filosofía política y la filosofía del derecho” (pág. 33). 

Así y todo, parecería que la ley natural no es estrictamente una ley, sino una teoría más amplia, detectada y precedida por una construcción racional nuestra. Cabe preguntarse, entonces, “si el iusnaturalismo sin naturaleza no es un Hamlet sin el príncipe” (pag. 35). Finnis, no obstante, nos dice que no y Rosler exhibe de forma clara sus razones: “toda teoría acerca de lo que debemos hacer (…) tiene que estar en consonancia con la naturaleza humana”, los bienes son bienes porque “precisamente le hacen “bien” a los seres humanos, y “si queremos conocer la naturaleza de X, tenemos que estudiar primero su potencial y sus capacidades” (pág. 36). “La ley natural, entonces, no es una máquina expendedora de leyes positivas” (pág. 46). 

- Sobre la continua problemática de los contenidos axiológicos 

Antes de concluir con el repaso por el iusnaturalismo, debemos detenernos algunos párrafos sobre la idea de “bien”. Rosler señala sagazmente que al “exigirnos favorecer y promover el bien común de nuestras comunidades (…) la razonabilidad práctica nos conduce directamente al territorio político”. Lo cierto es que no todos nos subordinamos del mismo modo a la ética al momento de entablar discursos políticos de derechos y precisamente por eso el terreno de la consagración de derechos para lograr ese bien común es “conflictivo” (pág. 41 y 42). 

Así, poco a poco el problema de la disponibilidad de soluciones, su razonabilidad y su propiedad en casos en donde la unanimidad de respuestas no está presente (casi todos los casos), nos depara como “la única alternativa” a “la autoridad”. “Incluso si imagináramos un mundo sin agentes injustos o recalcitrantes, es decir, un paraíso, dichos agentes solamente podrían alcanzan la acción colectiva mediante una decisión autoritativa (…) que tendrían acerca de cómo lograr el bien común”. Sintetizando injustamente el desarrollo de este tópico en el libro, “la gran cuestión política, entones, no es tanto si hay ciertos valores innegociables, sino cuáles son esos valores y sobre todo quién decide al respecto” (pág. 42 y 43). 

No es nada fuera de la común que hoy, en alguna clase o curso de Derecho Constitucional, un alumno o profesor se refiera al problema de los “valores innegociables” y mencione el lema “lex injusta non est lex”: la ley injusta no es ley. Pero la gran cuestión, en todo caso, es saber cuándo obedecer y cuándo no. En esencia, “no existen reglas al respecto, ya que si las hubiera, también exigirían la capacidad de juicio para saber cuándo seguirlas y cuándo no. Creer que hay que obedecer o desobedecer siempre es ingenio o perverso” (pág. 49). Así, tanto la revolución liderada por lo aquellos que creen “desobedecer de forma absoluta el sistema”, o incluso el nazismo regido por el “sano sentimiento del pueblo”, tarde o temprano recaerá en la ley escrita. 

Lo que cabe dejar en claro, no obstante, es que ni la Constitución de un país ni los meros hechos sociales por fuera de la misma pueden ser un “pacto suicida”. “Al equiparar la realidad social con el funcionamiento más o menos fluido de las instituciones, confundimos algunos cuadros con la película entera. Huelga decir que esto no nos permite confundir las épocas de crisis con las estables como excusa para desobedecer el derecho, sino que nos ayudar a entender la autoridad del derecho” (pág. 51). 

Poniendo un pie en el próximo capítulo, “hay otra manera de argumentar a favor de una conexión necesaria entre moral y derecho, que en lugar de concentrarse en el contenido de las proposiciones jurídicas, apunta a la forma misma del derecho” (pág. 51). Esa otra manera de argumentar, es el positivismo. 

El positivismo, primera parte: su fuente y su legitimación 

Si no son muchos los que poseen ávidos conocimientos en filosofía del derecho y, por sobre todo, el positivismo es una teoría jurídica de infundado repudio en la sociedad interpretativista actual, el primer concepto que Andrés Rosler nos provee al respecto es más que bienvenido. “Todo positivista de ley –permítaseme la redundancia- cree que la normatividad del derecho es independiente de consideraciones morales” (pág. 57). 

Aclara a renglón seguido, no obstante, que “el positivismo no aboga por una desconexión total entre el derecho y la moral ni considera que para que una disposición sea jurídica entonces tiene que ser inmoral. Por el contrario, el positivismo es absolutamente consciente de que, en muchas ocasiones, el derecho apela al razonamiento moral, como por ejemplo cuando suspedita la validez de los contratos a la moral y las buenas costumbres, tal como lo hace el nuevo Código Civil y Comercial argentino en su artículo 1014 (…)” (pág. 57). 

Con estas elucidaciones, la aclaración que Rosler hace para diferenciar el positivismo del iusnaturalismo respecto de invocar razonamientos morales como fuente de derecho es clara y terminante: “el punto del positivismo es que si la moral forma parte del derecho vigente, lo hace por invitación del derecho positivo y no al revés” (pág. 58). 

- Necesidades y motivos de la autoridad 

Quienes hayan visto la película “El Padrino II” de Francis Ford Coppola, recordaran aquella icónica escena en donde Michael Corleone, en el marco de una discusión sobre atentar contra Hyman Roth, le recuerda a su preocupado hermanastro y abogado de la familia Tom Hagen (quien no creía que ese atentado era posible), que “si algo nos ha enseñado la historia, es que puedes matar a cualquiera”. De las revoluciones podemos intuir algo similiar, ya que si algo nos ha enseñado la historia es que, aún los más revolucionarios, lo primero en hacer cuando “llegan al poder luego de haber realizado una revolución (habiendo trasgredido de ese modo el derecho positivo en nombre probablemente del derecho natural) es ajustar el derecho positivo al derecho natural que inspiró la sublevación” (pág. 60). 

“Esto sugiere que si el derecho natural realmente existiera por sí mismo, no habría razones para ajustarlo al derecho positivo (…) solo se convierten en derecho una vez que han sido estipulados por ley, es decir que recién a partir de ese momento devienen en derecho vigente, de lege data o derecho legislado sin más” (pág. 60). En verdad, si nos miramos las caras, por más lindo que suene el lema de la revolución, en realidad estamos afirmando que el derecho tiene autoridad y que precisamente por eso nosotros llevamos a cabo el cometido revolucionario. 

Sin perjuicio de que la revolución ocurra o no, ¿qué es aquello que nos conmueve a obedecer la autoridad? Rosler sienta dos posturas. 1) Según el minimalismo autoritativo, “actuamos conforme a o de acuerdo con la autoridad, pero jamás porque la autoridad lo exige”. “De ahí que (…) si fuéramos lo suficientemente racionales y morales, no necesitaríamos leyes en absoluto” (pág. 62). Cada uno, como bien destaca, deviene en juez de su propia aspiración. Por ende, cada cual se obedece a sí mismo y, con el poder suficiente, hace que los demás se sometan a su designio. 

Para evitar esta peligrosa y difusa noción de imposición subjetiva, está la segunda postura. 2) Según el maximalismo autoritativo “no es suficiente actuar conforme a la autoridad, sino que es indispensable actuar porque la autoridad así lo exige. La autoridad nos da una nueva razón para actuar, esto es, una razón que no existía antes de que fuera indicada por la autoridad”. “Esto se debe a que el sentido mismo de tener autoridades es “prevenir el juicio individual sobre los méritos, y esto no se logrará si para establecer que la determinación autoritativa es vinculante los individuos tienen que confiar en su propi juicio sobre los méritos”” (pág. 62 y 63). 

Parafraseando a Rosler, es requisito de la convivencia en sociedad algún grado de autoridad. Justamente, es por la falla de esta última que la fuerza toma su lugar para establecerla y es el motivo por cual la persuasión, por sí sola, es un paso más en un proceso de argumentación pero no en sí misma suficiente como razón exigible sobre los demás. El problema, entonces, no es la arbitrariedad, puesto que si para evitarla vamos a instituir árbitros que nos complazcan, no tiene ningún sentido designarlos. El árbitro es quien pone fin al desacuerdo y haciéndolo cumple su rol primario: la convivencia pacífica bajo reglas del juego. 

- La estabilidad dogmática del maximalismo autoritativo 

Así como la semilla es al árbol, los dogmas son al maximalismo autoritativo. Quizá uno de los puntos más ilustrativos del libro tras su lectura refiere a la necesidad y reconocimiento de los dogmas. “Un dogma es literalmente una opinión (o creencia) con autoridad”. Ahora bien, Rosler reconoce junto a Tocqueville, por supuesto, que los dogmas varían con el tiempo y con el lugar, pero sin ellos, sin su estabilidad, “la vida social es imposible” (pág. 66). 

¿Qué nos permite ser dogmáticos o cómo una razón se convierte en dogma? A través de un proceso compuesto por dos niveles: “uno de primer orden en el que las razones se imponen por su peso o su atractivo, y otro de segundo orden en el que se imponen por su jerarquía o autoridad (…) solo quienes no advierten los diferentes niveles de razonamiento práctico asumen que los dogmas, las normas, las reglas, son en general irracionales”. “En realidad, es gracias a este razonamiento de segundo orden que agentes racionales y morales que están en desacuerdo sobre valores pueden dar inicio a la acción colectiva. De ahí que podamos ser dogmáticos”. De manera brillante y categórica concluye: “La que es dogmática, entonces, es la autoridad, no la teoría que explica y justifica la razón dogmática”. 

Ahora bien, ¿cómo sabemos quién tiene autoridad? La respuesta del positivismo es “la llamada teoría de la fuente, según la cual la única manera de identificar la autoridad del derecho es prestarle atención a su origen” (pág. 70). Aclara Rosler que, por supuesto, “en última instancia, toda disposición jurídica descansa sobre una fuente que no es jurídica en sí misma (…) nos llevaría a un regreso al infinito. Es decir que así como hay un primer trabajador, también hay un primer legislador, pero incluso este primer legislador –o constituyente, como se lo suele llamar modernamente- lo es porque existe una convención social que lo reconoce como tal” (pág. 73). 

¿Qué hace este último hecho convencional a favor del legislador? ¿Es acaso una legitimación a prueba de balas? La respuesta sólo puede ser no, puesto que “convención social sólo indica la existencia de cierta regularidad observada por un número significativo de personas, pero no dice nada sobre sus ventajas o desventajas, bondades o defectos (pág. 74)”. Como bien se destaca en las páginas siguientes, de estos defectos adolece cualquier tipo de convención (no tiene por qué ser jurídica) y la objeción de que la convención podría ser diferente y contingente es un hecho incontrastable. 

Pero aquí está la anotación brillante del libro: es precisamente por estos “defectos convencionales” u “objeciones” que “esta explicación convencional de la fuente del derecho muestra que en última instancia, son los propios súbditos del derecho quienes otorgan poder al derecho al respetar la convención de la cual provienen y no al revés”. Legitimidad sí: “de ahí que, al final del día, el derecho no provenga de arriba, por más autoridad que tenga, sino de abajo. Son los seres humanos (…) los que tienen el derecho a su merced” (pág. 78). 

El positivismo segunda parte: su aplicación y su cierre 

Una vez que hemos identificado al autor institucional del derecho –el legislador- y sus obras han sido dotadas de autoridad por una convención social, cabe ahora preguntarse cuáles son exactamente esas obras o contenidos. Tradicionalmente, en la historia de la filosofía del derecho, esas obras o contenidos han tomado forma bajo “reglas o normas jurídicas, que a su vez pueden referirse a principios” (pág. 88). 

Pero como bien nos dice Rosler, “dado que el positivismo se aferra a la idea de que todo derecho es derecho de autor, para el positivismo no hay mucho que discutir” (pág. 87). Lo señalado en las páginas siguientes es de fundamental importancia, puesto que “la fuente es la razón por la cual consideramos algo como una norma jurídica, en primer lugar”. “En efecto, jurídicamente hablando, no existen reglas que sean válidas exclusivamente por su contenido” (pág. 89). 

Tal como lo hemos relatado en una entrada anterior de este blog (2), ni la compasión por un argumento o la buena intención de quienes sostienen ese argumento nos dice algo sobre su aplicación. En un sistema autoritativo verticalista, “es la propia Constitución la que estipula la supeditación de la validez de una norma jurídica a cierto contenido” (pág. 89). En palabras de Carlos Rosenkrantz tras su lúcido voto en el fallo Batalla: “el deber de los jueces de respetar la Constitución como guía suprema no es exclusiva de su función y tiene correlato directo con un deber más general que nos atañe a todos. Efectivamente, en un estado democrático todos los ciudadanos tenemos un deber de moralidad política de usar la Constitución como la primera y última vara para juzgar la acción del Estado”. 

Dado que lo que está en juego en un sistema positivo “no es un valor como la bondad, sino la brecha normativa de una regla (mind the gap): “la ley es la ley”, la respuesta es simple: “no importa si la ley es buena, sino si es válida y, por lo tanto, obligatoria”. Esto que puede ser confuso, puede deberse a que “usualmente pensamos en ´términos de valores, es decir de razones cuyo atractivo es transparente, la opacidad del razonamiento quizá nos llame la atención” (pág. 91). Sin embargo, el razonamiento autoritativo ocurre más seguido de lo que pensamos. Por ejemplo: las promesas, que cumplimos no porque sea bueno lo pactado, sino por el sólo hecho de haberla pactado y así cumplir con la misma. 

- En palabras de Rosler, ¿fascismo normativo? 

Quizá uno de los más grandes mitos que pesan sobre el positivismo, es su asociación con la violencia desbordada. Si bien este desborde contraría la esencia misma de “restraint” del positivismo como estandarte de los límites legales al poder, “no faltan quienes asocian el discurso normativo, o la idea misma de la observancia de reglas, con la violencia” (pág. 93). 

Rápidamente salta a la vista que si el positivismo es una teoría jurídica que concibe al derecho como una fuente autoritativa convencional por la forma de su autor, “la disposición normativa en sí misma no puede ser violenta, ya que opera en una dimensión diferente de la violencia”. “Algunos creen (…)”, sin embargo, “que la normatividad jurídica en última instancia funciona como un asaltante, probablemente debido a que el Estado no sólo es el que lleva la voz cantante en la creación del derecho, sino que además se dedica fundamentalmente a la represión institucional” (pág. 96). 

Lo que esta creencia olvida es que compartimos estas disposiciones en cierto sentido, puesto que las obligaciones que el derecho nos impone son independientes de nuestro contenido. En consecuencia, con la forma respetuosa mediante, que la violencia sea un elemento del derecho positivo es un accidente y no concierne a su naturaleza. Refleja lo dicho el hecho de que siempre hay razones por fuera del miedo a la violencia (salvo el caso de una utópica “tiranía perfecta” (pág. 98)) para obedecer el derecho. 



Las palabras de Andrés Rosler pueden explicar esta situación mejor que cualquiera: “Al decir que el derecho opera mediante reglas no estamos diciendo que el derecho es neutral ni que está moralmente justificado o que no tiene relación alguna con el orden social al que pertenece. Por el contrario, el derecho está pensado para consagrar un estado de cosas dado. Ese es el sentido de contar con un sistema jurídico. Quizá eso hable mal del derecho, pero nuestro interés, al menos por ahora, es explicar cómo funciona el derecho, no justificarlo. De todos modos, quien objetara que todo sistema jurídica es inaceptable porque consagra un status quo debería ser capaz de mostrar que es posible la vida social sin consagrar cierto status quo, sea capitalista, comunista, o del tipo que sea” (pág. 99). 

- Los jueces 

Aun cuando existan acuerdos sobre la existencia del derecho vigente, siempre habrá desacuerdos sobre sus fundamentos o finalidades. “El hábitat natural del discurso de los derechos son las sociedad pluralistas, que necesitan ponerse de acuerdo sobre un conjunto de derechos a pesar del desacuerdo imperante sobre la concepción del bien (…) No es sorprendente que en sociedades homogéneas no haya mucho espacio para el discurso sobre los derechos, ya que el acuerdo sobre valores últimos reduce la posibilidad de mayores conflictos que tiene la gente y, por lo tanto, no necesitan intermediario algún entre el bienestar y los deberes” (pág. 102 y 103). 

Predicar que pueden existir reglas y derechos sin que existan conflictos entre ellas, “equivale a creer que puede existir un derecho con instituciones legislativas, pero sin instituciones judiciales, como si el derecho fuera aplicarse a sí mismo” (pág. 103). Por esto mismo, los jueces nos recuerdan que hacer con el derecho vigente dentro del margen de decisión que existe incluso entre los propios jueces, ya que “si todo pudiera estar escrito, no habrá nada que dejar” (pág. 105) a su decisión. 

¿Cómo debemos concebir a los jueces? “Como actores institucionales que cumplen un papel bastante estructurado en una práctica no menos organizada, a saber, un conjunto de reglas que establecen los deberes y las atribuciones de los jueces. Esta práctica consiste en la toma de decisiones judiciales, ya que pueden hacerse valer a través del poder de imperio del Estado. Ello no quiere decir que esa práctica sea impecable, o siquiera válida. Pero lo que no podemos negar, desde la lectura positivista que hemos hecho, es que “son parte del derecho y por eso queremos que cambien, por ejemplo, mediante una apelación”. 

Hoy, la responsabilidad de los jueces de decidir conforme al derecho vigente corre serios peligros, provenientes principalmente del reemplazo de los mismos por los difusos deseos del “pueblo”. Pero “quienes abogan por el constitucionalismo o derecho popular, o bien proponen algo redundante (al menos en democracia) ya que es el pueblo el que se supone que sancionó la Constitución vigente y, además, es la fuente de donde sale la normatividad de dicha Constitución, o bien se trata de una propuesta contraproducente, ya que son las instituciones establecidas por el pueblo en la Constitución –que por definición incluyen las instituciones populares- las que resuelven los conflictos, incluso los que atañen al pueblo” (pág. 114). 

“Al final del día”, y a través de una clarividente cita de Ferrajoli, “el desagrado por las formas de la democracia representativa equivale en realidad al desprecio por las garantías jurídicas, y expresa la utopía, a su vez regresiva, de un sistema social autorregulado y auto disciplinado” (pág. 114). Antes de estos avances de la “siempre y perdurable interpretación”, la teoría jurídica del positivismo solía permitirle a los jueces comprender cabalmente su función de “[cerrar] el círculo” (pág. 120), por así decirlo. Sin embargo, y como veremos a continuación en el capítulo cardinal de esta obra, el interpretativismo lo ha evitado. 

El interpretativismo 

Como surge de las teorías del derecho que han sido reseñadas en este comentario, el positivismo y el iusnaturalismo no están tan enfrentados como parece. Tal como nos remarca Rosler, “la tradición clásica del derecho natural jamás entendió el famoso eslogan la “ley injusta no es derecho” de modo literal” (pág. 121). El iusnaturalismo, entonces, es una teoría amplia que va más allá de la normatividad del derecho, pero no por eso la niega. 

La diferencia entre ambos es que, “mientras que el iusnaturalismo suele operar con una noción prescriptiva o moral de derecho, el positivismo, por el contrario, prefiere una caracterización puramente descriptiva”. El interpretativismo de Dworkin, nos advierte Rosler, sostiene en cambio “que toda pretensión de pureza conceptual, sea moral o descriptiva, es ingenua, ya que no existen conceptos listos para usar, sino que hasta el mejor de los conceptos requiere ser interpretado, y el derecho no es una excepción” (pág. 122). 

El problema del interpretativismo, entonces, es fácilmente identificable: la autoridad. Esta teoría es la enemiga natural del positivismo en la actualidad. Y debido a que el libro tiene un desarrollo fluido y más que comprensible, reseñaré en su debido orden los pilares del interpretativismo que Rosler tan bien nos indica: a) “siempre hay que interpretar el derecho”, b) “dicha interpretación es moral”, y c) “los jueces son coautores del derecho” (pag. 122). 

- Los pilares del interpretativismo 

Debido a que ni siquiera un caso fácil puede eximirnos de interpretar, es decir, un caso en donde los jueces tienen disponible una sola interpretación para aplicar el derecho vigente, este primer pilar del interpretativismo es pura y exclusivamente ideológico. “El punto de Dworkin es que, aunque sepamos de memoria el texto, sea, por ejemplo el Código Penal o los sonetos de Shakespeare, eso no significa que lo entendamos. Para hacerlo, necesitamos pasar por un segundo gran momento que es de carácter interpretativo” (pág. 124). 

Si el segundo momento es interpretativo, el momento que le antecede a todo juez como etapa preinterpretativa consiste en detectar el derecho vigente aplicable al caso, en descubrir el texto para luego interpretarlo. La interpretación que Dworkin nos señala es la “creativa” y “constructiva” (…) para que “aquella no solo [coincida] con lo que [el legislador] quiso decir, sino que además” nos permita mostrar “su propia obra [es decir, la ley] bajo la mejor luz” (pág. 124 y 125). 

En contraposición frontal con el positivismo, el interpretativismo jamás agota el derecho en su fuente, porque “además incluye todo aquello que el juez infiere a partir de dicha fuente y lo muestra bajo su mejor luz. El derecho, entonces, no solo es un conjunto de reglas estipuladas por el derecho positivo (Constitución, códigos, leyes, etc.), sino también un conjunto de principios, derechos y deberes que, con independencia de cuándo fueron percibidos, ya formaban parte del derecho porque lo muestran bajo su mejor luz y solo requieren que algún juez salga a su encuentro para que los declara como tales”. 

Pero paradójicamente, y como tan bien es apuntado por Rosler, “la posición de Dworkin sobre la existencia de desacuerdos interpretativos está significativamente acotada por la robusta defensa que el mismo Dworkin hace de una teoría de la respuesta correcta que responde a la pregunta por el valor de la práctica del derecho”. Así, “al juez dworkiniano le interesa ir en busca de la verdad, de la respuesta correcta del caso” (pág. 126 y 127) y, por ende, supone que su respuesta merece autoridad por sobre las demás que están equivocadas. 

Podríamos creer, bajo una primera mirada, que esta respuesta correcta que tiene en mente el juez interpretativista se asemaja a la “aspiración de la filosofía positivista en general por la “certidumbre” y la precisión en oposición a la “indecisión” y lo vago” (pág. 129). El problema es que el interpretativismo cree que el derecho positivo no es el camino “para concretar dicha aspiración”, sino que esa aspiración se satisface con las aspiraciones o creencias personales de cada juez. Y, por esto último precisamente, los jueces interpretativistas “son además coautores del derecho”, como “una empresa colaborativa entre el autor y el juez, ya que ambos quieren hacer de ella [de la ley vigente] la mejor de su clase” (pág. 129). El derecho, en palabras de Dworkin, es como una “novela en cadena”, donde cada juez agrega “un nuevo capiítulo” (pág. 130). 

Dworkin podría argumentar que en estos casos los jueces no inventan el derecho, sino que tan sólo lo descubren, como si se sintieran “constreñidos” y meros “traductores respecto de disposiciones jurídicas anteriores” (pág. 130). Sin embargo, y con enorme lucidez, Rosler nos señala debidamente que es en el período preinterpretativo donde ocurre la actividad cognoscitiva de descubrir el derecho vigente, y que es una enorme paradoja sostener una constricción y, al mismo tiempo, dotar a los jueces “de una libertad considerable respecto de propia decisión” (pág. 130). 

- Comprensión e interpretación 

Vayamos al grano con el interpretativismo: “la idea de que la interpretación en el derecho es inexorable oscila entre la redundancia y, algo irónicamente, la incomprensión de la diferencia que existe entre comprender e interpretar”. Si el derecho es fenómeno cultural, y somos nosotros quienes le damos el significado que merece, “entonces el interpretativismo no sólo tiene toda la razón, sino que de hecho dice exactamente lo mismo que el positivismo” (pág. 132). 

El problema está en que el propio interpretativista, y en lo personal, este es el punto que más esclareció mi mirada sobre el interpretativismo desde que conocí a Andres Rosler y sus obras, se ve forzado a admitir dos cosas contradictorias al mismo tiempo: “que hay que interpretar siempre”, lo que supone que hay una base que entendimos, que “ya comprendemos”, y que al mismo tiempo “no existen convenciones cuyo significado sea lo suficientemente claro como para no requerir una interpretación en sentido estricto” (pág. 133) a pesar de que su propia interpretación está por fuera de dicha regla. 

“Interpretar entonces, “es simplemente el acto de determinar qué es lo que alguien quiso decir con estas palabras (o esta imagen o esa película o ese gesto). Entonces la respuesta a la muy vieja cuestión ¿cuál es el significado de un texto? es: “Un texto significa lo que su autor o autores tienen la intención [de decir], punto” (pág. 141). El problema con la interpretación intencionalista, no obstante, es que si bien en algunos casos es inevitable, las intenciones suelen ser subjetivas, elusivas, colectivas, diversas, y obtusas. 

El equivalente jurídico de la incesante interpretación si se sigue la intención con todos sus defectos, o si se deja de lado precisamente por sus defectos para reemplazarla por cualquier otro método, “es la “constitución viviente”, por el cual la Constitución cambia según las necesidad de la sociedad” (pág. 143). En consecuencia, “esto hace que la Constitución sea lo que le da la gana a los jueces o a la sociedad, o a los dos juntos. El “intérprete” en este caso está hablando de sí mismo, de sus propios deseos o intereses, no de su objeto de interpretación: “El presentismo sustituye la pregunta “¿qué significa? Por la pregunta “¿qué queremos que signifique?” (pág. 144). 

Por su parte, si queremos comprender el derecho vigente, si queremos comprender el precepto de una ley, nuestra tarea deberá ser descriptiva antes que prescriptiva o axiológica. Efectivamente, si queremos comprender “no nos queda otra alternativa más que percibir su valor, pero esto no implica que lo compartamos o que nuestro juicio sea valorativo en el sentido “militante” que le da Dworkin por así decir. Alguien podría salir en defensa de la necesidad de interpretar bajo “la mejor luz”, sin embargo, “no solo puede tener connotaciones relativistas ajenas a la intención de Dworkin, sino que además (…) estamos tratando de que aquello que estamos tratando de entender (…) sea inteligible” (pág. 148). 

Aclaremos: “no se debe a que la interpretación sea inevitable, sino a que entra en escena solo cuando el significado de la norma no es claro. En otras palabras, existen casos en los que no hay más alternativa que obtener lo que Raz llama una “interpretación innovadora (…) Pero la interpretación innovadora, debido a una ambigüedad, vaguedad, etc., en sentido estricto, no modifica su objeto, sino que lo aclara” (pág. 156 y157). “Distinto es el caso de una modificación en la obra debido a que estamos en desacuerdo con ella” (pág. 157), como si escribiésemos una nueva. 

Ahora bien, si la base es lo que comprendemos porque existe un círculo hermenéutico asegurado por nuestras capacidades naturales y las convenciones sociales, “la comprensión debería ser la regla y la interpretación la excepción” (pág. 133). Tal como nos señala Rosler, la diferencia entre comprensión e interpretación es “ontológica”, se trata efectivamente de “dos actividades [cognoscitivas] diferentes” (pág. 134). “De ahí que si mostráramos un solo caso en el cual el derecho fuera comprensible sin tener que interpretarlo, demostraríamos que el interpretativismo se equivoca”. 

Y “aunque supusiéramos que, a diferencia de la comunicación en general, en el derecho la interpretación fuera la regla y la comprensión la excepción, al reconocer la existencia de una excepción, deberíamos aceptar que no hay que interpretar siempre. De otro modo, la misma regresión al infinito que amenaza toda posibilidad de comunicación en el mundo extrajurídico podría emergen en el mundo jurídico” (pág. 137). 

El ejemplo más clarividente de los peligrosos efectos del interpretativismo se observa en las ideas y vueltas que la CSJN tuvo respecto de la aplicación de la ley 2x1 en casos de delitos de lesa humanidad tras el fallo “Muiña”, que generó la reacción pública posterior de parte de una parte de la población y del propia Congreso, quienes demandaron y cumplieron con la sanción casi unánime de una ley interpretativa auténtica (en verdad modificatoria), de aplicación retroactiva, sin forma de ley penal y perjudicial para los imputados. Luego fue convalidada por el voto mayoritario de la Corte en el fallo Batalla de 2018. 

En primer lugar, tanto el artículo 2 del Código Penal argentino, como la ley 24.390 (2x1) y las disposiciones constitucionales y convencionales que dotan al imputado de las garantías de legalidad e irretroactividad de la ley penal más gravosa resultaban muy claras y no demandaban más que una simple comprensión. Por otro lado, se podrá apreciar que bajo la lógica del interpretativismo, sancionar una ley interpretativa es una grave redundancia que encubre peligrosamente una cuota de autoridad que no admitiría interpretación. Lo mismo podría predicarse del voto mayoritario en el fallo Batalla desde su sanción en adelante. 

Lo que importa es que “la ola interpretativista ya ha alcanzado las otrora sagradas aguas del derecho penal” (pág. 138). Así, “una “ley interpretativa” jamás puede ser la solución, sino que es parte del problema, ya que nos conduce inexorablemente hacia una regresión al infinito” (pág. 139). Es el propio interpretativista, a su vez, el que “con mucha razón insiste en la ubicuidad del desacuerdo en el derecho” (pág. 139). 

- El interpretativismo como pisoteo del juez al legislador 

Querer mostrar el derecho bajo la mejor luz, “tiene al menos dos grandes problemas, conectados entre sí. En primer lugar, habría que ver si los legisladores mismos desean que los jueces apliquen las disposiciones legislativas bajo su mejor luz, esto es, que los jueces apliquen las disposiciones legislativas bajo su mejor luz, esto es, que los jueces entiendan el derecho no como una práctica institucional autoritativa, sino como una ocasión para dar con la respuesta correcta, lo cualquier equivaldría a usar el derecho como inspiración pero no como una fuente en sentido estricto” (pág. 149). 

En segundo lugar, “esta posición no puede explicar la pretensión autoritativa del derecho. Quizá la interpretación deba mostrar el objeto bajo su peor luz, si es eso lo que el objeto merece. Pero, en todo caso, la valoración judicial no puede afectar la autoridad del derecho, en particular el democrático. El juez tiene que aplicar el derecho, no valorarlo positivamente”. Como se ha destacado a lo largo de esta reseña, “la intención general (…) de que las cosas salgan bien o lo mejor posible hace que la obra misma se vuelva redundante” (pág. 149). 

Si el derecho positivo existe para y porque se ha resuelto por lo menos provisoriamente un acuerdo, es una inútil y dañina reiterancia reintroducir el problema de ese desacuerdo en la aplicación de la ley. Dicha intención “tienen a confundir el derecho existente con el que debería existir” (pág. 150). Con cita de Schmitt, “Un jurista que se aventura a ejecutar valores de manera inmediata debería saber lo que hace. Debería reflexionar sobre la procedencia y estructura de los valores y no permitirse tomar a la ligera el problema de la tiranía de los valores y de la ejecución no medida del valor” (pág. 150). 

Es cierto que, por alguna razón, “hoy en día el interpretativismo suele estar acompañado por el progresismo, pero, como se puede apreciar, no hay nada que impida que el interpretativismo, o si se quiere el activismo judicial, juegue para el equipo contrario” (pág. 152). Frente a los peligrosos vaivenes de contenido interpretativista, el compromiso por la fuente y la forma del positivismo es una importante garantía en las teorías jurídicas que estudian en filosofía del derecho. 

Los interpretativistas, por ende, nos deben un sinceramiento. “No podemos decir que lo estamos interpretando [al derecho vigente] cuando en realidad lo estamos modificando porque no nos parece bien lo que dice. Tampoco tendría sentido hablar de “casos difíciles (que por lo tanto requieren interpretación) debido a la repercusión que producen, ya que eso convertiría un caso simple de comprender o incluso de interpretar, y todo por razones políticas, lo cual sería poner al caballo detrás del carro”. 

Por sobre todo, los jueces no operan en el “mismo nivel que los creadores del derecho, sobre todo si dicha creación es democrática. No se trata de una obra en cadena, sino de la comprensión o interpretación de un autor identificado por el derecho gracias a una norma que lo autoriza. Los jueces, entonces, no son autores de “coautoría”” (pág. 164). 

Y nuevamente, recordando que es el positivismo el que invita a la moral y no viceversa, respecto del control de las normas sucede lo mismo. No debemos confundir los efectos nocivos del interpretativismo ideológico con el “hecho de que una norma pueda ser objeto de revisión”. De ello “no se desprende que el derecho sea completamente incierto, ya que, otra vez, es el derecho el que estipula dicha revisión” (pág. 165) y por eso los jueces tienen la facultad legal de declarar una norma inconstitucional en el caso concreto. “Ese poder proviene del mismo sistema jurídico, no de la interpretación valorativa de los jueces” (pág. 165). 

Incluso ahondando más sobre este último punto, es el propio sistema el que consagra que las instituciones jurídicas tengan cierta autoridad de modo piramidal, “siempre merced a una primera fuente indicada convencionalmente, que a su vez indica a un autor particular, con la capacidad de crear derecho, que a su vez será aplicada por los tribunales. Por este motivo, desde el punto de vista legal o intrasistémico, el derecho es un ejemplo de lo que Rawls llama “justicia procedimental pura”, ya que en última instancia no existe un criterio independiente de la forma jurídica que nos permita identificar cual es el resultado correcto. En derecho”, y con cita de Legendre, “la respuesta final importa mucho menos que la liturgia puntual” (pág. 166 y 167). 

En fin, el interpretativismo, “si bien se presenta como una tercera categoría entre el positivismo y el iusnaturalismo, en el fondo se trata de una postura que oscila entre los dos polos que se supone venía a superar. Por un lado, debido a su celo antipositivista, dicho interpretativismo termina (…) confundiendo el derecho “bajo su mejor luz” o tal como debería ser con el derecho realmente vigente. Esta manera de entender el derecho no solo niega la pretensión de autoridad que caracteriza a todo derecho que se precie de ser tal – incluyendo las leyes y sentencias interpretativistas-, sino que ade3más, irónicamente, consagra el derecho vigente al acércalo demasiado a la moral” (pág. 174). 

“Por el otro lado, el discurso interpretativista no es tan antipositivista como parece, ya que conserva aspiraciones autoritativas bastante similares a las del positivismo, solo que mientras que para el positivismo el peso de la autoridad del derecho recae fundamentalmente sobre los hombros de los legisladores, para el interpretativismo son los jueces quienes tienen la voz cantante en la partitura del derecho” (pág. 174 y 175). “si el eslogan positivista es “la ley es la ley”, el interpretativista es “sentencias son sentencias”, como una suerte de “positivismo encubierto” (pág. 175). 

Conclusión: la reivindicación del positivismo 

Tras este contundente repaso que Andres Rosler efectúa sobre las tres teorías jurídicas del derecho, siendo el interpretativismo una débil y contradictoria combinación de dos de ellas, es hora de retomar la escuela del positivismo y los aportes que ésta ha hecho a las civilizaciones occidentales actuales con la debida aclaración: “si bien el positivismo se enorgullece por ofrecer una teoría pura del derecho-capaz de albergar tanto la derecha como a la izquierda- “dicha “pureza” está bastante lejos de ser una “nirvana””, con cita de Schmitt (pág. 180). 

El positivismo ha servido a tres grandes fines: 1) “se opuso a todo desafío que proviniera de corporaciones medievales o de formas políticas extraestatales como el imperio”, 2) “estuvo acompañado por el proceso de centralización estatal que eliminó la “contienda” o violencia organizada como concepto jurídico”, y 3) “el derecho positivista gira alrededor de las ideas de ley y legalidad, en el sentido de que la ley es un producto exclusivo del Estado, y distingue cuidadosamente la ley de los derechos y desde un punto de vista jurídico supedita los segundos a la primera” (pág. 180 a 181). 

El positivismo entonces, nos permite entender o pensar el derecho “como un sistema institucional relevantemente neutral o independiente del contenido, capaz de resolver conflictos ocasionados precisamente por el contenido de las razones de los diferentes partidos o partes. El derecho moderno, por lo tanto, solo puede tener éxito si logra transformar la cuestión material de cuáles creencias o proposiciones son verdaderas en la cuestión mucho más general y formal acera de la decisión o el juicio de quién es el que ha de pronunciar el juicio autoritativo o considerado como verdadero” (pág. 181). 

Para evitar caer en los mismos defectos absolutos del interpretativismo, “debemos tener mucho cuidado y no confundir el positivismo normativo con el ideológico, la idea de que (…) debemos obedecer todo derecho por el exclusivo hecho de que existe, sin que importe, por ejemplo, cuál es su fuente, lo que en el fondo no es sino un invento de los enemigos del positivismo para desprestigiarlo” (pág. 182). 

Con cita de Prodi, “no podemos darnos el lujo de “concebir el Estado de derecho como una conquista definitiva a defender solo contra ataques externos, como pudieron parecer en nuestro siglo –en una historiografía impostada- los regímenes totalitarios” (pág. 183).

(1) http://www.pensamientopenal.com.ar/fallos/46757-violencia-sexual-denuncia-oposicion-al-archivohttp://www.pensamientopenal.com.ar/fallos/47784-aplicacion-interpretacion-y-alcances-ley-27206-respeto-tiempos-victimas, ver fallo O.L s/ prescripción por abuso sexual con acceso carnal calificado, publicado en editorial La Ley

(2) https://juanseorso.blogspot.com/2019/06/la-fuerza-del-derecho-ante-el-proceso.html

miércoles, 20 de marzo de 2019

Las cárceles serán insalubres y sucias, para castigo y no para seguridad de los reos: como la situación penitenciaria actual está traicionando nuestra historia

Introducción

En Derecho Constitucional, se nos suele enseñar que en muchos casos son los hechos los que generan el derecho. Esa enseñanza comparte con el presente comentario una suerte común porque, como se evidenciará, la brecha que existe entre la letra formal del artículo 18 última parte de la Constitución Nacional y la realidad penitenciaria de todos los días es tan grande y aberrante, que los derechos y fines originalmente plasmados con espíritu noble, humanitario e histórico, están siendo anulados por tal cruenta situación.

No hay en este escrito una exposición de argumentos políticos sobre porque se ha ignorado esta obvia desvinculación. Esos argumentos existen y han sido desarrollados extensamente por prestigiosos penalistas, sociólogos, entre otros. Lo que sí pretendo es describir sintéticamente una corriente normativa cuya formalización original hace 150 años atrás, hoy se encuentra con una realidad que a todas luces quiso, quiere y querrá evitar.


El video completo puede encontrarse en el siguiente link: https://www.youtube.com/watch?v=1hgSsGHMLFM&t=215s La Corte rindió homenaje a los ministros Fayt y Petracchi por sus 30 años en el Máximo Tribunal. CIJ, martes 17 de diciembre de 2013

La realidad carcelaria del siglo XIX

Cuando tomamos por primera vez una Constitución y empezamos a leer su articulado, de a momentos sentimos un completo divorcio con la realidad. Fernando Lasalle sostenía que “de nada sirve lo que se escriba en una hoja de papel, si no se ajusta a la realidad, a los factores reales y efectivos de poder” (1). Una norma positiva es, después de todo, fruto de lo que su creador observa, y el grado de participación de sus destinatarios en los efectos de esa norma -reglamentación, sanción, prevención- es lo que determinará su eficacia o su disociación entre los hechos y el derecho.

En el siglo XIX, los convencionales constituyentes  argentinos observaron que la realidad punitiva de su tiempo estaba dada por un sistema carcelario cuyo propósito era “embargar la libertad” mientras duraba el proceso penal, para asegurar luego la aplicación de un castigo corporal como lo eran las mutilaciones, los azotes, el trabajo forzado en el encierro e incluso la pena de muerte. Como lo afirma Ana Clara Piechestein, “el encarcelamiento era una práctica muy extendida que podía implicar un amplio abanico de potestad punitivas a las cuales las personas podían ser sometidas” (2).

Para 1853, los convencionales argentinos “conocían la doble función de la cárcel como lugar de detención y de guarda de los presos hasta su juzgamiento, y como lugar en el que se hacía efectiva la pérdida de libertad impuesta por el Estado en calidad de sanción” (3). La pena privativa de la libertad no era necesariamente una pena de cárcel, pues el encierro no estaba, salvo excepción, dentro del catálogo de penas. La cárcel era, casi siempre, un paso necesario para el sentido propiamente dicho de pena: como castigo consistente en el sufrimiento físico tras la condena.

La corriente humanizante y el cambio de paradigma

En el mismo siglo, una concepción pre-iluminista y liberal se abría paso entre los reformadores, con espíritus de humanización del castigo gestados en la Revolución Francesa, que a su vez receptaba las concepciones penales desarrolladas por el iluminismo. Ya en la Asamblea del año XIII se abolían los tormentos y azotes para obtener la confesión en el marco de un sistema inquisitorial y en 1834 países limítrofes, como Brasil, comenzaban a establecer las primeras prisiones correccionales (4).

Esta nueva corriente inspiró a los convencionales de 1853, quiénes finalmente receptaron un cambio de paradigma desplazando parcialmente el espíritu del sistema “carcelario” en ese entonces vigente, por lo que hasta hoy conocemos como sistema “penitenciario”. Por el artículo 18 de la Constitución Nacional, “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice”. 

Como lo sostiene Montiel, “la prescripción de las cárceles “sean sanas y limpias” provendría de una filiación iluminista”. Ello así pues las cárceles de ese entonces deslumbraban por su lejanía ante tales exigencias, a punto tal que los presos eran alojados en alcaldías sin ningún tipo de mantenimiento, incluso en lugares abandonados o de propiedad privada, de los cuales escapaban constantemente y contraían dolencias y enfermedades (5).

Una discusión mucho mayor fue la que motivó la frase “para seguridad y no para castigo”. Desde una mirada retrospectiva, podemos encontrar el sentido etimológico de dicha expresión en el Derecho Romano, pues Ulpiano sostenía que “la cárcel debe ser tenida para custodiar a los hombres, no para castigarlos” (6). Es decir, las cárceles serán institutos penales por la custodia de los hombres albergados en ella, más no por la aflicción que los mismos sufrían.

Mientras que en el sistema carcelario la cárcel era un lugar de paso hacia una pena de castigo que se cumplía o no dentro de ella, para el sistema penitenciario la cárcel era un lugar donde las penas siempre se cumplían de modo seguro e humanizante, sin perder de vista ciertos fines altruistas (las cárceles ya no debían ser edificios sucios e insalubres). En el primero las penas de trabajo eran más infamantes que en el segundo, porque de cargar grilletes y cadenas, se pasó a la abolición del tormento de cargar objetos pesados. El cambio en materia de política criminal fue notorio.

El legado de Juan José O´Connor

Décadas después, el mandato carcelario del artículo 18 de la Constitución Nacional encontró su legítimo sucesor en la figura de Juan José O´Connor, a quién muchos conocen como el alma del sistema penitenciario argentino. Juez de Menores y primer Director Generales de Institutos Penales de 1933 a 1937, O´Connor fue el artífice de la ley 11.833 de Organización Carcelaria y Régimen de la Pena. La citada ley significó una “bisagra para la historia del castigo”, como bien recuerda Jorge Alberto Núñez (7).

Sin desconocer los límites del texto constitucional antes citado, la ley 11.833 implementó un régimen de libertad progresivo para combatir el delito bajo el lema de la “seguridad social”. Influenciado por las ideas de la criminología positiva y la racionalización legal, sostuvo que el sistema carcelario debía procurar al recluso un trabajo, educación e higiene a través de la centralización carcelaria, la unificación de las penas y las mejoras de las prisiones en la sucesión de los gobiernos.

Incluso al momento de tratar la ley respectiva en el Congreso, Vicente Solano Lima (diputado de Buenos Aires citado por Jorge Alberto Nuñez) sostuvo: “es indudable que el estado de la cultura general del país, la necesidad de aplicar estrictamente el artículo 18 de la Constitución Nacional y la de dictar las leyes complementarias del código penal, reclaman insistentemente la sanción de este proyecto” (8).

Sería ingenuo de mi parte desconocer que, a los márgenes de un avance normativo que pretendía suavizar las consecuencias más negativas del castigo, no existieran en la otra orilla leyes flagrantemente violatorias del mandato constitucional. La pena de desarraigo hacia el penal de Usuahia, por ejemplo, o la responsabilidad penal por la peligrosidad criminal del autor, también eran consecuencias del sistema penal hasta entonces vigente.

Pero el punto de este comentario es otro. El punto no es que las cárceles fueron sanas y limpias desde el momento en que comenzó a regir la Constitución Nacional de 1853. El punto es que no lo hayan sido a medida que el mandato de la última parte del artículo 18 se proyectaba históricamente sobre normas que lo expandían y pretendían cambiar la realidad criminalizante. No es no se haya avanzado nada o se haya avanzado del todo, es que no se ha avanzado lo suficiente en estas idas y venidas de hechos que no dignifican el derecho.

Que está pasando hoy

Hoy la ley 11.833 ya no existe, pues contamos con la ley 24660. Esta última ley vigente en la actualidad procura en su primer artículo “la reinserción social, promoviendo la comprensión y el apoyo de la sociedad, que será parte de la rehabilitación mediante el control directo e indirecto”.

También encontramos un capítulo referido a la higiene, cuyo primer artículo establece que “El régimen penitenciario deberá asegurar y promover el bienestar psicofísico de los internos. Para ello se implementarán medidas de prevención, recuperación y rehabilitación de la salud y se atenderán especialmente las condiciones ambientales e higiénicas de los establecimientos.” Y en secciones de la normativa, encontramos una pléyade de artículos que aluden a la seguridad entre internos y entre internos y terceros.

A su vez tenemos las Reglas de Brasilia y las Reglas Mínimas para el Tratamiento de Reclusos de las Naciones Unidas, tomadas por la ley 24.660. Y por si esto fuera poco, tras la reforma constitucional de 1994, el artículo 5.6 de la Convención Interamericana de Derechos Humanos consagró expresamente como fin de la pena “la reforma y la readaptación social de los condenados”. Para una mayor profundización del avance normativo sobre el sistema penitenciario y el régimen de progresividad en la ejecución de la pena, remito al excelente trabajo de Ana Clara Piechestein (9).

Con esta normativa vigente y sus contra reformas, debemos contemplar el grado elevadísimo de emergencia que revisten ciertos institutos de encierro, incluso por fuera del ámbito formalmente penitenciario. Es una cruda y bajísima separación, pues lo que parecía ser una consolidada historia constitucional con más de 150 años bajo el mandato de acabar con los flagelos del sistema carcelario argentino, ahora persisten de modo agravado, soportando ambivalentes embestidas políticas, jurídicas y sociales.

Quiero mencionar sólo dos ejemplos jurisprudenciales, cuyas partes han hecho eco de tal situación. Uno es el fallo Verbitsky, Horacio s/ habeas corpus en el año 2005 (10). El otro es un reciente fallo de la Cámara del Crimen. La Cámara concluyó que la cantidad de presos creció un 35 por ciento y que lo más sincero “sería hoy afirmar tras relevar tanta falencia que las cárceles no son aptas para la condición humana” (11).

A renglón seguido, la Cámara señaló que el estado es sencillamente inconcebible, pues se evidencia un aumento del 35% en la cantidad de presos en los últimos 3 años, la falta de espacios recreativos, de baños, de visitas y de traslados. Basta con mirar algunas cifras arrojadas por el Sistema Nacional de Estadística sobre Ejecución de la Pena (SNEEP) que ha sido implementado desde el año 2002 y abarca a la población privada de la libertad por una imputación penal (12).





Este último gráfico pertenece al estudio realizado por Hernán Olaeta y Juan José Canavessi en "Un breve repaso a la historia de las estadísticas penitenciarias en Argentina". La tasa de encarcelamiento en porcentaje a la población nunca fue tan alta como hoy.

Conclusión

Como sostiene María Angélica Gelli, el problema carcelario en la República Argentina es grave. Y si esto es cierto sólo en forma parcial, la sociedad deberá tomar conciencia acerca de la contradictoria política criminal que desemboca en una realidad cada día más distanciada de lo que la Constitución Nacional, en su artículo 18, última parte, demanda (13).

Los Tratados de Derechos Humanos han reforzado esta obligación de los Estados de cumplir con el citado objetivo. En gran parte, aún con las contrareformas existentes, la legislación penitenciaria y de ejecución de la pena también lo ha efectuado. Pero son los hechos los que han vedado el apotegma de verdadera sustancia. Hasta tanto ello no ocurra, estaremos condenados a repetir nuestra historia y pendular hacia el origen sobre el que tanto hemos elaborado.



Biografía y notas al pie

1- Ferdinand Lassalle, “¿Qué es una Constitución?” Primera edición cibernética, septiembre del 2005. III. El Arte y la Sabiduría Constitucionales, pág. 2.
2- Ana Clara Piechestein, “El mandato constitucional de cárceles sanas y limpias. Pasado y presente de una prescripción incumplida”. Comentarios de la Constitución de la Nación Argentina : jurisprudencia y doctrina : una mirada igualitaria" de Gargarella y Guidi, La ley 2016, T.II
3-  Gelli, María Angélica, “Constitución de la Nación Argentina: comentada y concordada: 4ta edición ampliada y actualizada. 4ta edición 2da reimpresión”. Buenos Aires: La Ley. 2009. Tomo I. Pág. 313.
4- Op. cit. 2- pág. 3.
5- Citado por Ana clara Piechestein, MONTIEL (2014:515), pág. 6.
6- Citado por Abelardo Levaggi, “Análisis Histórico de la cláusula sobre cárceles de la Constitución”. La Ley. Suplemente Universidad del Salvador. Facultad de Ciencias Jurídicas. Año IV N°4, ISSN 0024-1636. Bs. As. Martes 8 de Octubre de 2002.
7- Jorge Alberto Núñez, “JUAN JOSÉ O’CONNOR (1890-1942): ALMA, MENTE Y NERVIO DEL SISTEMA PENITENCIARIO ARGENTINO“. Revista de Historia del Derecho N° 56, julio-diciembre 2018 - ISSN: 1853-1784 Versión on-line Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho - Buenos Aires (Argentina)”. Sección Investigaciones, pág. 93.
8- Op. cit. 7- pág. 96
9- Op. cit. 2-
10- Verbitsky, Horacio s/ habeas corpus, Sentencia 3 de Mayo de 2005. CSJN, Capital Federal, Ciudada autónoma de BS. AS. Id SAIJ: FA05000319
12- SNEEP 2016, Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena (SNEEP). Dirección Nacional de Política Criminal en materia de Justicia y Legislación Penal. Subsecretaría de Política Criminal, Secretaría de Jusiticia, Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, Presidencia de la Nación.
13- Op. cit. 3-