En Derecho Constitucional, se nos
suele enseñar que en muchos casos son los hechos los que generan el derecho.
Esa enseñanza comparte con el presente comentario una suerte común porque, como
se evidenciará, la brecha que existe entre la letra formal del artículo 18
última parte de la Constitución Nacional y la realidad penitenciaria de todos
los días es tan grande y aberrante, que los derechos y fines originalmente
plasmados con espíritu noble, humanitario e histórico, están siendo anulados
por tal cruenta situación.
No hay en este escrito una
exposición de argumentos políticos sobre porque se ha ignorado esta obvia
desvinculación. Esos argumentos existen y han sido desarrollados extensamente
por prestigiosos penalistas, sociólogos, entre otros. Lo que sí pretendo es describir
sintéticamente una corriente normativa cuya formalización original hace 150
años atrás, hoy se encuentra con una realidad que a todas luces quiso, quiere y
querrá evitar.
La realidad carcelaria del siglo XIX
Cuando tomamos por primera vez
una Constitución y empezamos a leer su articulado, de a momentos sentimos un
completo divorcio con la realidad. Fernando Lasalle sostenía que “de nada sirve
lo que se escriba en una hoja de papel, si no se ajusta a la realidad, a los
factores reales y efectivos de poder” (1). Una norma positiva es, después de
todo, fruto de lo que su creador observa, y el grado de participación de sus
destinatarios en los efectos de esa norma -reglamentación, sanción, prevención-
es lo que determinará su eficacia o su disociación entre los hechos y el
derecho.
En el siglo XIX, los
convencionales constituyentes argentinos
observaron que la realidad punitiva de su tiempo estaba dada por un sistema
carcelario cuyo propósito era “embargar la libertad” mientras duraba el proceso
penal, para asegurar luego la aplicación de un castigo corporal como lo eran
las mutilaciones, los azotes, el trabajo forzado en el encierro e incluso la
pena de muerte. Como lo afirma Ana Clara Piechestein, “el encarcelamiento era
una práctica muy extendida que podía implicar un amplio abanico de potestad
punitivas a las cuales las personas podían ser sometidas” (2).
Para 1853, los convencionales argentinos
“conocían la doble función de la cárcel como lugar de detención y de guarda de
los presos hasta su juzgamiento, y como lugar en el que se hacía efectiva la
pérdida de libertad impuesta por el Estado en calidad de sanción” (3). La pena
privativa de la libertad no era necesariamente una pena de cárcel, pues el
encierro no estaba, salvo excepción, dentro del catálogo de penas. La cárcel
era, casi siempre, un paso necesario para el sentido propiamente dicho de pena:
como castigo consistente en el sufrimiento físico tras la condena.
La corriente humanizante y el cambio de paradigma
En el mismo siglo, una concepción
pre-iluminista y liberal se abría paso entre los reformadores, con espíritus de
humanización del castigo gestados en la Revolución Francesa, que a su vez
receptaba las concepciones penales desarrolladas por el iluminismo. Ya en la
Asamblea del año XIII se abolían los tormentos y azotes para obtener la
confesión en el marco de un sistema inquisitorial y en 1834 países limítrofes,
como Brasil, comenzaban a establecer las primeras prisiones correccionales (4).
Esta nueva corriente inspiró a
los convencionales de 1853, quiénes finalmente receptaron un cambio de
paradigma desplazando parcialmente el espíritu del sistema “carcelario” en ese
entonces vigente, por lo que hasta hoy conocemos como sistema “penitenciario”.
Por el artículo 18 de la Constitución Nacional, “Las cárceles de la Nación
serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos
en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos
más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la
autorice”.
Como lo sostiene Montiel, “la
prescripción de las cárceles “sean sanas y limpias” provendría de una filiación
iluminista”. Ello así pues las cárceles de ese entonces deslumbraban por su
lejanía ante tales exigencias, a punto tal que los presos eran alojados en
alcaldías sin ningún tipo de mantenimiento, incluso en lugares abandonados o de
propiedad privada, de los cuales escapaban constantemente y contraían dolencias
y enfermedades (5).
Una discusión mucho mayor fue la
que motivó la frase “para seguridad y no para castigo”. Desde una mirada
retrospectiva, podemos encontrar el sentido etimológico de dicha expresión en
el Derecho Romano, pues Ulpiano sostenía que “la cárcel debe ser tenida para
custodiar a los hombres, no para castigarlos” (6). Es decir, las cárceles serán
institutos penales por la custodia de los hombres albergados en ella, más no
por la aflicción que los mismos sufrían.
Mientras que en el sistema
carcelario la cárcel era un lugar de paso hacia una pena de castigo que se
cumplía o no dentro de ella, para el sistema penitenciario la cárcel era un
lugar donde las penas siempre se cumplían de modo seguro e humanizante, sin
perder de vista ciertos fines altruistas (las cárceles ya no debían ser edificios
sucios e insalubres). En el primero las penas de trabajo eran más infamantes
que en el segundo, porque de cargar grilletes y cadenas, se pasó a la abolición
del tormento de cargar objetos pesados. El cambio en materia de política criminal fue notorio.
El legado de Juan José O´Connor
Décadas después, el mandato
carcelario del artículo 18 de la Constitución Nacional encontró su legítimo
sucesor en la figura de Juan José O´Connor, a quién muchos conocen como el alma
del sistema penitenciario argentino. Juez de Menores y primer Director
Generales de Institutos Penales de 1933 a 1937, O´Connor fue el artífice de la
ley 11.833 de Organización Carcelaria y Régimen de la Pena. La citada ley
significó una “bisagra para la historia del castigo”, como bien recuerda Jorge
Alberto Núñez (7).
Sin desconocer los límites del
texto constitucional antes citado, la ley 11.833 implementó un régimen de
libertad progresivo para combatir el delito bajo el lema de la “seguridad
social”. Influenciado por las ideas de la criminología positiva y la
racionalización legal, sostuvo que el sistema carcelario debía procurar al
recluso un trabajo, educación e higiene a través de la centralización
carcelaria, la unificación de las penas y las mejoras de las prisiones en la
sucesión de los gobiernos.
Incluso al momento de tratar la
ley respectiva en el Congreso, Vicente Solano Lima (diputado de Buenos Aires
citado por Jorge Alberto Nuñez) sostuvo: “es indudable que el estado de la
cultura general del país, la necesidad de aplicar estrictamente el artículo 18
de la Constitución Nacional y la de dictar las leyes complementarias del código
penal, reclaman insistentemente la sanción de este proyecto” (8).
Sería ingenuo de mi parte
desconocer que, a los márgenes de un avance normativo que pretendía suavizar las
consecuencias más negativas del castigo, no existieran en la otra orilla leyes flagrantemente
violatorias del mandato constitucional. La pena de desarraigo hacia el penal de
Usuahia, por ejemplo, o la responsabilidad penal por la peligrosidad criminal del
autor, también eran consecuencias del sistema penal hasta entonces vigente.
Pero el punto de este comentario es
otro. El punto no es que las cárceles fueron sanas y limpias desde el momento
en que comenzó a regir la Constitución Nacional de 1853. El punto es que no lo
hayan sido a medida que el mandato de la última parte del artículo 18 se proyectaba
históricamente sobre normas que lo expandían y pretendían cambiar la realidad
criminalizante. No es no se haya avanzado nada o se haya avanzado del todo, es
que no se ha avanzado lo suficiente en estas idas y venidas de hechos que no
dignifican el derecho.
Que está pasando hoy
Hoy la ley 11.833 ya no existe,
pues contamos con la ley 24660. Esta última ley vigente en la actualidad
procura en su primer artículo “la reinserción social, promoviendo la
comprensión y el apoyo de la sociedad, que será parte de la rehabilitación
mediante el control directo e indirecto”.
También encontramos un capítulo
referido a la higiene, cuyo primer artículo establece que “El régimen
penitenciario deberá asegurar y promover el bienestar psicofísico de los
internos. Para ello se implementarán medidas de prevención, recuperación y
rehabilitación de la salud y se atenderán especialmente las condiciones
ambientales e higiénicas de los establecimientos.” Y en secciones de la
normativa, encontramos una pléyade de artículos que aluden a la seguridad entre
internos y entre internos y terceros.
A su vez tenemos las Reglas de
Brasilia y las Reglas Mínimas para el Tratamiento de Reclusos de las Naciones
Unidas, tomadas por la ley 24.660. Y por si esto fuera poco, tras la reforma
constitucional de 1994, el artículo 5.6 de la Convención Interamericana de
Derechos Humanos consagró expresamente como fin de la pena “la reforma y la
readaptación social de los condenados”. Para una mayor profundización del
avance normativo sobre el sistema penitenciario y el régimen de progresividad
en la ejecución de la pena, remito al excelente trabajo de Ana Clara
Piechestein (9).
Con esta normativa vigente y sus
contra reformas, debemos contemplar el grado elevadísimo de emergencia que
revisten ciertos institutos de encierro, incluso por fuera del ámbito
formalmente penitenciario. Es una cruda y bajísima separación, pues lo que
parecía ser una consolidada historia constitucional con más de 150 años bajo el
mandato de acabar con los flagelos del sistema carcelario argentino, ahora
persisten de modo agravado, soportando ambivalentes embestidas políticas,
jurídicas y sociales.
Quiero mencionar sólo dos
ejemplos jurisprudenciales, cuyas partes han hecho eco de tal situación. Uno es
el fallo Verbitsky, Horacio s/ habeas corpus en el año 2005 (10). El otro es un
reciente fallo de la Cámara del Crimen. La Cámara concluyó que la cantidad de presos
creció un 35 por ciento y que lo más sincero “sería hoy afirmar tras relevar
tanta falencia que las cárceles no son aptas para la condición humana” (11).
A renglón seguido, la Cámara señaló que
el estado es sencillamente inconcebible, pues se evidencia un aumento del 35%
en la cantidad de presos en los últimos 3 años, la falta de espacios
recreativos, de baños, de visitas y de traslados. Basta con mirar algunas
cifras arrojadas por el Sistema Nacional de Estadística sobre Ejecución de la
Pena (SNEEP) que ha sido implementado desde el año 2002 y abarca a la población
privada de la libertad por una imputación penal (12).
Este último gráfico pertenece al estudio realizado por Hernán Olaeta y Juan José Canavessi en "Un breve repaso a la historia de las estadísticas penitenciarias en Argentina". La tasa de encarcelamiento en porcentaje a la población nunca fue tan alta como hoy.
Conclusión
Como sostiene María Angélica Gelli, el problema carcelario en la República Argentina es grave. Y si esto es cierto sólo en forma parcial, la sociedad deberá tomar conciencia acerca de la contradictoria política criminal que desemboca en una realidad cada día más distanciada de lo que la Constitución Nacional, en su artículo 18, última parte, demanda (13).
Los Tratados de Derechos Humanos han reforzado esta obligación de los Estados de cumplir con el citado objetivo. En gran parte, aún con las contrareformas existentes, la legislación penitenciaria y de ejecución de la pena también lo ha efectuado. Pero son los hechos los que han vedado el apotegma de verdadera sustancia. Hasta tanto ello no ocurra, estaremos condenados a repetir nuestra historia y pendular hacia el origen sobre el que tanto hemos elaborado.
Biografía y notas al pie
1- Ferdinand Lassalle, “¿Qué es una Constitución?” Primera edición
cibernética, septiembre del 2005. III. El Arte y la Sabiduría Constitucionales,
pág. 2.
2- Ana Clara Piechestein, “El mandato constitucional de cárceles
sanas y limpias. Pasado y presente de una prescripción incumplida”. Comentarios
de la Constitución de la Nación Argentina : jurisprudencia y doctrina : una
mirada igualitaria" de Gargarella y Guidi, La ley 2016, T.II
3- Gelli, María Angélica, “Constitución
de la Nación Argentina: comentada y concordada: 4ta edición ampliada y
actualizada. 4ta edición 2da reimpresión”. Buenos Aires: La Ley. 2009. Tomo I.
Pág. 313.
4- Op. cit. 2- pág. 3.
5- Citado por Ana clara Piechestein, MONTIEL (2014:515), pág. 6.
6- Citado por Abelardo Levaggi, “Análisis Histórico de la cláusula
sobre cárceles de la Constitución”. La Ley. Suplemente Universidad del
Salvador. Facultad de Ciencias Jurídicas. Año IV N°4, ISSN 0024-1636. Bs. As.
Martes 8 de Octubre de 2002.
7- Jorge Alberto Núñez, “JUAN JOSÉ O’CONNOR (1890-1942): ALMA,
MENTE Y NERVIO DEL SISTEMA PENITENCIARIO ARGENTINO“. Revista de Historia del
Derecho N° 56, julio-diciembre 2018 - ISSN: 1853-1784 Versión on-line Instituto
de Investigaciones de Historia del Derecho - Buenos Aires (Argentina)”. Sección
Investigaciones, pág. 93.
8- Op. cit. 7- pág. 96
9- Op. cit. 2-
10- Verbitsky, Horacio s/ habeas corpus, Sentencia 3 de Mayo de 2005.
CSJN, Capital Federal, Ciudada autónoma de BS. AS. Id SAIJ: FA05000319
11- Existe una buena síntesis del fallo en los dos siguientes
links: https://www.clarin.com/policiales/colapso-carcelario-preso-metro-cuadrado-banos-100-personas_0_vkO-575Fs.html
e https://www.infobae.com/politica/2019/03/12/lapidario-fallo-judicial-sobre-las-carceles-federales-no-son-aptas-para-la-condicion-humana/
12- SNEEP 2016, Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de
la Pena (SNEEP). Dirección Nacional de Política Criminal en materia de Justicia
y Legislación Penal. Subsecretaría de Política Criminal, Secretaría de
Jusiticia, Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, Presidencia de la Nación.
13- Op. cit. 3-
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