Ya en 1996 René Favaloro advertía la profunda desigualdad
entre mujeres ricas, que podían practicarse un aborto seguro dentro de clínicas
privadas, y mujeres pobres, relegadas al mundo de la clandestinidad.
Esta observación iluminaba una realidad que muchos
pretendían y pretenden oscurecer: el aborto constituye una situación de emergencia
pública ante la cual, de una manera u otra, se debe actuar. Después de todo,
legislar sobre una base exclusivamente ideal y negatoria de los hechos significaría
privar al Derecho de esa necesaria dosis de posibilidad real.
¿Cómo se explica entonces, tras décadas de reclamos, que no
exista una normativa apta para las circunstancias? ¿Por qué no se ha regulado eficazmente
una problemática que arroja cifras desgarradoras? En mi humilde opinión, la
discusión sobre el aborto merece una crítica de contenido y de movimiento,
indispensable para seducir a aquel sector de la sociedad que -con opiniones
respetables- se opone a transparentar la materia.
En un grado más próximo, el contenido está compuesto por un
criterio descriptivo, otro concientizador y, por último, un criterio ético-moral.
El primer criterio procura revelar datos de la realidad: según la OMS se
practican 50 millones de abortos por año, de los cuales 30 corresponden a
países en subdesarrollo. El segundo criterio informa a la población de cara al
futuro, sintetizando su programa en la conocida frase “educación sexual para
decidir, anticonceptivos para no abortar y aborto legal para no morir”.
El tercer criterio, sin embargo, es el más importante. De
las marchas por el aborto, parecería que el mensaje ético-moral es proteger la
autonomía del propio cuerpo de la mujer, pero sin indagar su por qué y sus
consecuencias. Parafraseando a Bimbo Godoy, nada de morales o posturas éticas:
el problema importante es la emergencia de salud pública.
Con todo, esta mirada mayoritaria sobre el tercer criterio deja
de lado la importantísima discusión en torno a la personalidad del no nacido y
su derecho a la vida, asunto que no puede soslayarse si se desea una adecuada
comprensión de la materia. Opino, por ende, que el debate sobre el aborto es en
última instancia, un debate profundamente ético. Abortar no es un acto
moralmente inocuo, y sólo reflexionando sobre lo que se debería hacer se
logrará promover una ley a la altura de las circunstancias.
Una mirada esclarecedora ha sido expuesta por Laurence H.
Tribe, quien define el debate ético como un “choque de absolutos”. Es decir, de
un lado, la creencia de la autonomía absoluta de la mujer sobre su cuerpo,
siendo el aborto aproblemático, y del otro, el derecho absoluto a la vida del
no nacido y, en consecuencia, la visión del aborto como asesinato de un ser
humano inocente. Éste choque puede sortearse adoptando una posición de diálogo,
que nos obligue a entender las posiciones contrarias.
Frente a quienes sostienen el derecho a la vida de manera
absoluta, puede argumentarse la no personalidad actual del embrión (viabilidad potencial,
capacidad de consciencia y sentir), la relativización del derecho a la vida (en
ningún régimen de la historia se equiparó la pena del homicidio a la pena por aborto,
ni la iglesia celebra exequias de fetos prematuros) y los supuestos de
legalización del aborto (en caso de violación o riesgo de vida para la mujer).
La valoración contraria, evidencia que el derecho a una
autonomía total sobre el propio cuerpo resulta éticamente irrazonable: los
abortos del tercer trimestre de embarazo no son equivalentes a los más
tempranos, implicaría no tener cuidado sobre la salud del futuro niño, y el
aborto podría tener fines o motivos triviales.
Como afirma Alfonso Ruiz Miguel, “En los dos casos, lo
inaceptable está en su respectivo carácter absoluto… El valor de la vida humana
potencial, que es de lo que aquí se trata, es variable, sin embargo, según el
grado de proximidad a la personalidad”. Hay, por ende, una brecha difusa entre
la libertad de concepción de la mujer y la prohibición de infanticidio.
Por lo demás, siempre debemos recordar que las personas son
fines en sí mismas. Suponer que la mujer se ve obligada a llevar a cabo un
embarazo por el sólo hecho de padecerlo, resulta éticamente intolerable.
Con respecto a la crítica de movimiento, considero que los principales
colectivos sociales a favor del aborto se han abocado a imponer opiniones por
el puro acontecer de la realidad. Pero, como he intentado dejar en claro, la
existencia de prácticas abortivas no es el único criterio en la discusión, sino
que el foco del debate debe ser profundamente ético. Esta mirada permitiría cambiar
la discursiva de emergencia, por una de diálogo e intercambio de argumentos.
Aún más, utilizar exclusivamente el criterio descriptivo nos
coloca frente a problemas de interpretación dispar: quienes creen que la
legalización sólo provocará un aumento del número de abortos, frente a quienes
desean permitirlo en condiciones seguras, públicas y gratuitas como una opción
personal y concreta de la mujer.
También surge un problema de enfoque, pues cabe preguntarse
cuál es el punto de partida para legislar la cuestión. Si bien es cierto que el
aborto ha sido legalizado de hecho -por el concepto de salud mental de la OMS y
la defectuosa implementación del protocolo FAL- siempre debemos partir de la regla
general: la prohibición penal en el artículo 85 y 86 del Código penal.
Además, debemos advertir que el artículo 4 del Pacto de San
José de Costa Rica y el artículo 19 del Código Civil y Comercial de la Nación
establecen que la vida de las personas comienza desde el momento de la concepción.
No guste o no nos guste, la sanción de una ley que legalice y despenalice el
aborto implicaría entender tales artículos desde la teoría de la formación del sistema nervioso
central.
Se apreciará entonces que la despenalización y legalización
del aborto es una empresa compleja, ciertamente álgida, que nos interpela a un
intercambio genuino de visiones sobre lo deseable e indeseable, y no a un
choque de cabezas frente a una realidad que requiere urgente tratamiento. Así,
sólo una mirada crítica sobre su contenido y enfoque logrará reunir suficiente
capital social para hilar tal fina situación.
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