Introducción
El 31 de marzo de 2020, Adrian Vermeule escribió un ensayo visiblemente provocador sobre el estado actual del originalismo y los cambios que debía soportar en el futuro como teoría de interpretación constitucional (1). Su propuesta de un "constitucionalismo de bien común", sin embargo, colisiona directamente con los méritos metodológicos del originalismo y presenta sin éxito una teoría peligrosamente difusa y esencialmente interpretativista.
Mi propósito en este comentario es hacer una síntesis de las ideas de Vermeule, repasar los argumentos centrales de las críticas a su propuesta y ofrecer, finalmente, una conclusión sobre el interesantísimo ida y vuelta que ocurrió entre Vermeule y sus críticos.
Extracto de la entrevista realizada por el profesor Calvin Massey de la UC Hastings al juez Antonin Scalia, 2010. Link a la entrevista completa: https://www.youtube.com/watch?v=KvttIukZEtM&t=1406s
Adrian Vermeule´s case
Podríamos resumir injustamente el comentario de Vermeule en los tres siguientes puntos:
a) El originalismo ha sido identificado con el conservadurismo y, como tal, académicos y jueces republicanos lo han utilizado como teoría constitucional para salir airosos de casos difíciles.
b) El originalismo ha sobrepasado su utilidad porque su núcleo conceptual basado en la fijación del texto constitucional al momento de su promulgación, no se acopla en la actualidad con una concepción filosófica legal más robusta, necesaria y justificada moralmente llamada “constitucionalismo de bien común”. La pandemia del COVID-19 refuerza esta crítica y motiva una restauración del orden político autoritativo en su conjunto.
c) El constitucionalismo de bien común debe imponer ese nuevo orden político tomando como punto de partida: c.i) los “principios morales substantivos que conducen al bien común, principios que los oficiales deben leer en las majestuosas generalidades y ambigüedades de la constitución escrita”; c.ii) una lectura valorativa de estos principios de acuerdo a la metodología postulada por Ronald Dworkin (aunque esos valores no sean los mismos que aquellos por él enunciados o coincidan accidentalmente con una interpretación originalista); c.iii) su objetivo principal que “no es maximizar la autonomía individual o minimizar el abuso de poder (…), pero en lugar asegurar que el gobernante tenga el poder para gobernar bien”.
Los cimientos del originalismo
A primera vista, la teoría del constitucionalismo de bien común impacta por la colisión que genera con las finalidades de la filosofía política liberal positiva. Vermeule reconoce abiertamente que el apartamiento de la teoría constitucional originalista no está acompasado de una teoría que limite la dominación política. Casi de modo peyorativo, su teoría pretende combatir lo que caracteriza como una falsa e ilusoria “visión amoral y tecnocrática” del Estado de Derecho; “un estado justo”, nos dice temerariamente, “es un Estado que tiene autoridad amplia para proteger”, que promueve la moralidad en la legislación aún contra lo que el sujeto individual considere mejor para sí mismo.
Ahora bien, tras leer su comentario no es sorpresa que muchos de sus críticos no hayan visto en Vermeule nada propio de un originalista. Randy E. Barnett, al contrario, destaca que Vermeule nunca fue un originalista y que incluso peca de los mismos defectos que un “living constitutionalist” (2). El reemplazo de la lectura originalista por una teoría moral orientada al bien común devendría en clásicos dilemas irresolubles: ¿qué entendería el legislador por moral, la suya o la de la población en general? ¿Puede acaso comprender la moral de la población en general? ¿Y qué sucede con las minorías? Luego, ¿sobre qué base los jueces ejercerían el debido control de constitucionalidad? ¿Existe acaso una solución institucional viable al conflicto puramente moral entre dos sectores?
La aserción de que las teorías de interpretación constitucional deben estar justificadas moralmente es una posición muy compartida en los teóricos. Sin embargo, la misión del originalismo es descubrir el significado de las palabras fijadas al momento de su promulgación. Obtener ese significado requiere de evidencia, que lleva a hechos. Esto no quiere decir que la práctica jurisprudencial originalista sea guiada sólo por hechos o que sepamos siempre el significado de una palabra, pero si quiere decir que son los hechos lingüísticos antes que morales los que debe prevalecer en el intérprete. Estos hechos, en última instancia, determinan su tarea cognoscitiva de optar entre comprender, interpretar o construir el texto constitucional.
Al contrario, como lo señala Andrés Rosler en su crítica a Vermeule,“si hay que interpretar el derecho siempre, dicha interpretación es moral y además en gran medida proviene de la co-autoría judicial, ¿de dónde viene la seguridad de que la interpretación moral de autoría judicial va a ser la nuestra? Si, encima, dicha seguridad se origina en la existencia de una respuesta correcta y/o de la integridad del derecho, es obvio que ni la corrección ni la integridad pueden ser muy útiles ante los grandes desacuerdos que el propio Dworkin invoca para justificar su teoría, desacuerdos que engloban tanto a la corrección de la respuesta como a la integridad del derecho” (3).
Estas objeciones también sirven para evidenciar otra falacia de la teoría del constitucionalismo de bien común. Es evidente que el originalismo no es amigo de las teorías orientadas a obtener los mejores resultados del caso. La fijación de las palabras al momento de ser escritas dota de propósito a la Constitución, por lo que es el método y no el resultado lo que genera el parámetro autoritativo social necesario para obedecerla. La decisión, por defecto, será legítima pues se respetará lo más posible lo decidido por los órganos soberanos por excelencia conforme a la Constitución.
Por el contrario, el constitucionalismo de bien común -como toda corriente que pretende darle nuevo sentido al articulado- ofrece un arma interpretativa de doble filo: a) por un lado olvida la aplicación legal puramente metodología para reemplazarla por una orientación de "buenos" resultados conforme a parámetros de moralidad, política, filosofía, etc.; b) y por el otro le permite al intérprete elegir precisamente los resultados por más aberrante u absurdo que parezca.
Y Vermeule, en su satírica réplica a las críticas de su comentario, destaca que por izquierda se le han quejado por hacer precisamente lo que la teoría por ellos sostenida demanda: “hacer un argumento Dworkiniano para leer la Constitución a la luz de los principios morales de igualdad y libertad” (4). El bien común, el significado viviente, actúan como buffet frente al cual el intérprete puede servirse su plato favorito para alimentar a los demás, aun cuando ello signifique el más repudiable sabor.
Es digno destacarse, a su vez, que estos presuntos principios morales emanados de la generalidad de la Constitución supone tomar parte por una interpretación holística del léxico constitucional no menos cuestionable. Tomar toda la Constitución, a través de la interpretación orgánica y que va más allá de sus cláusulas individuales, representa una aproximación extra textual que nos deja con demasiado y con muy poco al mismo tiempo. Con demasiado puesto que si bien la Constitución es un documento unitario, ello no implica que de su generalidad emanen principios. Con muy poco, porque la práctica jurisprudencial versa sobre cláusulas individuales aplicables a casos concretos.
Finalmente, otra aguda crítica al constitucionalismo de bien común fue la provista por Lee. J Strang, quien argumenta que hay más de una manera de asegurar el bien común y no necesariamente debemos apartarnos del originalismo para hacerlo. Por el contrario, utilizar el significado original de la Constitución maximiza el imperio de la ley para alcanzar objetivos sociales. El juez que se arrogue la concepción del bien común “se ha arrogado a sí mismo la autoridad legal que el sistema legal americano le ha conferido a la Constitución (…) La Constitución le asignó a cada juez federal la autoridad sólo para ‘declarar el sentido de la ley’, no para articular principios morales sustantivos” (5).
Vermeule argumenta en su réplica que sus críticos por derecha sólo pretenden aplicar el imperio de la ley para resolver problemas harto complejos y futuros, agotándose allí su virtud teórica fundamental. Esta premisa presenta dos problemas. El primero es que el originalismo simplemente tiene más para ofrecer que el imperio de la ley: hemos destacado algunos más arriba pero también puede enunciarse la protección de derechos, la claridad de la ley, la limitación al gobierno, entre otras. El segundo problema es que las teorías constitucionales no pueden valorarse únicamente por su capacidad de alcanzar objetivos, sino también por la forma de construir el régimen que los soporta.
Conclusión
El contenido de lo que significa la expresión “constitucionalismo de bien común” podrá cambiar con el tiempo. Es posible que los jueces y otros funcionarios tengan una buena justificación legal o moral para adoptar una "constitución enmendada" que lea una disposición constitucional como si hubiera sido pronunciada atendiendo a principios generales, concediendo mayor poder al gobernante para restaurar un orden político rápido frente a nuevas amenazas.
Si es así, que las amenazas de la aplicación personal de la ley moral se hagan sentir. Sobre la posibilidad de imponer morales desde el gobierno y no viceversa no tenemos respuesta, tampoco sobre el consenso de moralidad. Lo que sea, no olvidemos que en estos casos no estaremos interpretando, estaremos construyendo con todo lo que ello significa: el deseo personal del cruel enemigo, sin que el bien común jamás se tope en nuestro camino.
(2) https://www.theatlantic.com/ideas/archive/2020/04/dangers-any-non-originalist-approach-constitution/609382/
(3) http://lacausadecaton.blogspot.com/2020/04/el-interpretativismo-es-el.html
(4) https://mirrorofjustice.blogs.com/mirrorofjustice/2020/04/a-series-of-unfortunate-events.html
(5) https://lawliberty.org/rejecting-vermeules-right-wing-dworkinian-vision/
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