Frente a los dichos de Horacio González y las recurrentes pretensiones de reivindicar y resignificar la violencia política de ciertos actores en nuestra historia, quiero oponer estos párrafos de un brillante libro de Jaime Malamud Gotti. El título del libro es "Crímenes de Estado: Dilemas de la Justicia".
"Al imponer a la ciudadanía una interpretación bipolar del mundo de "culpables" e "inocentes", los juicios penales recrearon un esquema bipolar análogo a aquél según el cual "si no estás con nosotros estas contra nosotros". Así como la vaga noción de "subversivo" había dividido a la sociedad en "buenos" y "malos", esta misma sociedad fue dividida una vez más por el reproche institucionalizado. Lo que inicialmente había sido "subversivos" contra "cruzados", se convirtió, en la sociedad de los 80 en la dicotomía de "culpables" o "inocentes", imponiendo al reproche penal formalizado como eje de esta visión del mundo social. Paradójicamente, el rasgo más atractivo de los juicios -establecer una verdad común, limitando los hechos relevantes a aquellos compatibles con la culpabilidad y la inocencia penal- fue también su mayor debilidad. Esta debilidad fue la consecuencia necesaria de una inevitable sobre-simplificación de la historia en la cual desaparecía el terrero intermedio entre el inocente y el culpable.
(...) A través de una interpretación similar a la de inculpar a los desaparecidos, en la etapa de los 80 la culpa recayó sobre una clase escindida de nuestra propia comunidad: la población halló en los militares el nuevo y único factor de explicación de nuestro sufrimiento. En los setenta, el reproche no fue una expresión de nuestra indignación moral, ni significó individualizar a aquellos que usaron la violencia contra nuestra vida y libertad. El hecho de echar culpas, por el contrario, fue el resultado de manipular nuestras arraigadas emociones retributivas para lograr tres resultados posible. Primero, el reproche nos hizo sentir menos culpables por no socorrer a las víctimas directas de la violencia. Segundo, neutralizó la vergüenza ocasionada por el abandono de nuestra peligrosa asociación con los políticamente indeseables, ya que fue su propia "indeseabilidad" la que "dejó de hacerlos merecedores de tal relación": después de todo, el echarles la culpa nos llevó a creer que su sufrimiento fue consecuencia de su propia condición y su conducta. Tercero, el hecho de condenarlos neutralizó nuestra angustia. Al considerar que el castigo se debía a algunas características o actos propios de las víctimas, ocultamos el terror que teníamos de ser los próximos en la lista de la represión. Éramos, después de todo, diferentes de aquellos que sufrieron la violencia en carne propia. La condena sirvió como forma de obtener solidaridad social sólo en el sentido de ahogar la culpa, la vergüenza y la angustia -ampliamente compartida- sobre la noción común de que eran los propios desaparecidos a quienes debíamos censurar. Transformamos la condena en un atajo para aliviar nuestro miedo, remordimiento e impotencia".
No hay comentarios:
Publicar un comentario