domingo, 17 de noviembre de 2019

“La ley es la ley” por Andrés Rosler detalla una necesaria reivindicación del positivismo que las nuevas generaciones del Derecho deben atender

Una reseña integral

Sobre Andrés Rosler

Antes de tratar el libro en profundidad, quiero detenerme algunos párrafos para hablar de Andrés Rosler y el interrogante de por qué sus publicaciones son importantes y han cobrado tanta popularidad en el público joven del derecho -dentro de los que me incluyo, a pesar de que no le conste-. Hoy su nombre es pronunciado en toda clase de grados, cursos y especializaciones a lo ancho y largo del país, a pesar de que la materia “Filosofía del Derecho” suele ser incluida en los últimos años de las asignaturas universitarias, con un gran contenido teórico y sin mayor difusión práctica (me atrevería a decir, por más que más de uno se ofenda, casi con un pasaje secundario frente a otras asignaturas que allí se enseñan).

Lo que sucede es que Andrés Rosler tiene algo que ofrecer a las nuevas generaciones del derecho y de ningún modo este hecho es algo menor. Para cautivar la atención en el mundo actual, los riesgos con los que corre un autor académico con posturas políticas contrarias al status quo imperante son altos. En definitiva, todo autor que provea al público general de nuevos paradigmas debe correr los riesgos de ofender al resto, de ser mal representado y de ser expulsado o revocado de sus logros. 

A partir de allí, ese autor se enfrenta con el desafío de mantenerse firme y coherente en sus convicciones para transmitir confianza en sus propios saberes. Y efectivamente, la reivindicación del positivismo ha sorteado todos estos riesgos de la mano del autor aquí citado con increíble éxito y claridad. Hoy, producto a su vez del estupor que han causado algunos fallos aberrantes de los más altos tribunales del país en los últimos años, parecería que el positivismo ha despertado la atención de un gran número de mentes. O, por lo menos, de las suficientes mentes para que cobre vuelo.

Pero no sólo el contenido que Andrés Rosler ofrece en este libro es necesario y cautivante, sino que igual de notable es la forma de transmitirlo a través de su persona. He tenido la fortuna de hablar personalmente con el autor en otras oportunidades. La humildad académica que lo caracteriza, acompañada de una buena dosis de humor que, adelanto, se encuentra en cada capítulo del libro, no deja de despertar el asombro y aprecio de muchos. En definitiva, este libro de imprescindible lectura no sólo reforzará el espíritu crítico de futuros abogados y filósofos del derecho, sino que animará a reivindicar el positivismo de una nueva forma.

Introducción

De dónde venimos, dónde estamos parados y hacia dónde vamos o, por lo menos, hacia dónde debemos ir respecto de las teorías jurídicas que describen o prescriben la función del derecho, es la primera información con la que nos topamos en este nuevo libro de Andrés Rosler. Como toda introducción Hollywoodesca a una larga historia, el antes y el después puede explicarse a partir de un problema del ahora: hoy “colapsó la frontera que solía separar el derecho vigente de nuestra filosofía del derecho” (pág. 15).

Este colapso, por ende, no es casual. Hemos llegado a este punto porque la seducción de una teoría particular, y su difusión por parte de un autor particular, ha tomado tal poder en la actualidad que el propósito del derecho como sistema convencional autoritativo se ha visto desafiado: esta teoría es el interpretativismo y el autor es Ronald Dworkin. “En la era d.D (después de Dworkin), nos hemos acostumbrado a creer que el razonamiento jurídico no es ni más ni menos que el razonamiento moral (o político) por otros medios: un conjunto de derechos y principios que se supone que nadie puede razonablemente negar a pesar de que no figuran en ninguna norma jurídica, y es precisamente por eso que deben ser identificados por los jueces mediante una “interpretación” (pág. 13).

Así, el interpretativismo ha servido para crear un arma de triple filo, consistente en: a) “que [se] haya hecho colapsar la frontera entre el derecho y la ética o la política”, b) que sea “el propio Drowkin, el enemigo autoproclamado del positivismo, quien lo describe acabadamente: “La ley es la ley” (pág. 14 y 15) y c) que las auto contradicciones del interpretativismo no solo no suelan ser detectadas por sus próceres, sino que desnudan la autoridad legítima de todo Estado de Derecho para vestirla peligrosamente de razones individuales. 

Por ende, para defenderse de esta embestida actual no son menores los esfuerzos que deben efectuarse y esto es precisamente lo que hace Andrés Rosler de manera brillante en los capítulos siguientes del libro, reivindicando así el positivismo para el futuro. Reconociendo que Thomas Hobbes es el padre espiritual del positivismo jurídico, según la teoría positivista “la ley es la ley, el derecho que no es no tiene por qué coincidir con el derecho tal como nos gustaría que fuera, es decir, con nuestras creencias morales o políticas (…) y esto no tiene por qué ser necesariamente una mala noticia, sobre todo si el derecho pretende tener autoridad antes que dar las respuestas correctas” (pág. 16). 

Y así como Rosler toma como ejemplo una decisión reciente del TOC de la Capital Federal para demostrar que “el problema no [es] la interpretación del derecho, sino el interpretativismo, ya que para este último debemos interpretar el derecho cada vez que deseamos aplicarlo” (pág. 19), yo también quiero citar mi propio ejemplo de las prácticas nocivas del interpretativismo. En efecto, me encuentro escribiendo un comentario sobre la imposibilidad de declarar imprescriptibles los delitos ordinarios porque, contrario al entendimiento de jurisprudencia reciente (1), hacerlo resultaría totalmente incompatible con las garantías a una ley previa, estricta, escrita y a un plazo razonable que goza toda persona imputada. 

Sin embargo, y a pesar de que la CSJN parecía así entenderlo en el caso “Derecho, René Jesús s/incidente de prescripción” del año 2007 al declarar prescripta la acción por un presunto delito cometido en 1989, luego la Corte IDH decidió imponer al Estado Argentino un deber de investigar que debía, indefectiblemente, ir acompañado de un deber de sancionar. Efectivamente, en el año 2011, la CSJN revocó su propia sentencia y remitió a otro fallo suyo: “Espósito”, en donde dejó sentado que “no comparte el criterio restrictivo del derecho de defensa que se desprende de la resolución del tribunal internacional mencionado” , pero que, “en consecuencia, se plantea la paradoja de que solo es posible cumplir con los deberes impuestos al Estado Argentino por la jurisdicción internacional en materia de derechos humanos restringiendo fuertemente los derechos de la defensa” (que también son humanos y tienen forma de garantías, agregaría). 

Según este entendimiento de la CSJN, “donde manda capitán, no manda marinero” (pág. 17 y 18) y la Constitución no es la brújula del barco, sino un pez más en el agua. Con este humilde ejemplo que he reemplazado del utilizado por Andrés Rosler en su libro, podemos dar una primera muestra de los efectos nocivos del interpretativismo. Aún en casos sencillos desde el punto de vista jurídico, decidir conforme razones morales puede tornarse difícil al desproveer a la Constitución de su función de guía fundamental y sometiéndola a la deriva del contenido individual de cada juez. 

Con esto dicho, continuaremos con el desarrollo del libro para ver como las escuelas de filosofía encaran estos dilemas. 

Iusnaturalismo 

El iusnaturalismo, en palabras del autor, “es un muy serio candidato a ser considerado como la primera escuela de filosofía del derecho” (pág. 23), sin perjuicio de que las primeras obras propiamente dichas de filosofía del derecho hayan surgido a fines del siglo XVIII, comienzos del XIX. Como primera aproximación a esta escuela, “lo que interesa es que exista una respuesta moralmente correcta, con independencia de quienes la hayan identificado, a tal punto que la inmoralidad de la respuesta invalida su carácter legal” (pág. 24). 

Por supuesto que, si este es el caso, las objeciones deben hacerse oír. Si la respuesta moral correcta que debe imponerse solo es accidentalmente la legal, “el derecho no ha existido jamás” (pág. 25). Además, cómo accedemos a ese razonamiento moral es quizá el mayor de los problemas de fuentes para el iusnaturalismo. Aún si “podemos inferir qué debemos hacer a partir de la naturaleza” (pág. 26) y tenemos el designio divino de encontrarnos con el derecho natural correcto, “no habría razones para recomendarlo (…) porque no se [podría] evitar ni provocar” (pág. 27). 

Para echar luz a estas objeciones, es imprescindible que todo gran crítico acuda al máximo autor de su respectiva teoría. Rosler lo hace y por eso acude a Finnis, quien es “un iusnaturalista atípico en varios sentidos”. En efecto, “la expresión ley natural no es una locución muy feliz que digamos” (pág. 32), nos dice Finnis. El término ley, desde esta perspectiva, es un término amplio que abarca “principios, requerimientos y estándares [de razonabilidad práctica sobre los bienes]” y que “suministran material suficiente como para caer bajo la descripción de disciplinas diferentes como la ética, la filosofía política y la filosofía del derecho” (pág. 33). 

Así y todo, parecería que la ley natural no es estrictamente una ley, sino una teoría más amplia, detectada y precedida por una construcción racional nuestra. Cabe preguntarse, entonces, “si el iusnaturalismo sin naturaleza no es un Hamlet sin el príncipe” (pag. 35). Finnis, no obstante, nos dice que no y Rosler exhibe de forma clara sus razones: “toda teoría acerca de lo que debemos hacer (…) tiene que estar en consonancia con la naturaleza humana”, los bienes son bienes porque “precisamente le hacen “bien” a los seres humanos, y “si queremos conocer la naturaleza de X, tenemos que estudiar primero su potencial y sus capacidades” (pág. 36). “La ley natural, entonces, no es una máquina expendedora de leyes positivas” (pág. 46). 

- Sobre la continua problemática de los contenidos axiológicos 

Antes de concluir con el repaso por el iusnaturalismo, debemos detenernos algunos párrafos sobre la idea de “bien”. Rosler señala sagazmente que al “exigirnos favorecer y promover el bien común de nuestras comunidades (…) la razonabilidad práctica nos conduce directamente al territorio político”. Lo cierto es que no todos nos subordinamos del mismo modo a la ética al momento de entablar discursos políticos de derechos y precisamente por eso el terreno de la consagración de derechos para lograr ese bien común es “conflictivo” (pág. 41 y 42). 

Así, poco a poco el problema de la disponibilidad de soluciones, su razonabilidad y su propiedad en casos en donde la unanimidad de respuestas no está presente (casi todos los casos), nos depara como “la única alternativa” a “la autoridad”. “Incluso si imagináramos un mundo sin agentes injustos o recalcitrantes, es decir, un paraíso, dichos agentes solamente podrían alcanzan la acción colectiva mediante una decisión autoritativa (…) que tendrían acerca de cómo lograr el bien común”. Sintetizando injustamente el desarrollo de este tópico en el libro, “la gran cuestión política, entones, no es tanto si hay ciertos valores innegociables, sino cuáles son esos valores y sobre todo quién decide al respecto” (pág. 42 y 43). 

No es nada fuera de la común que hoy, en alguna clase o curso de Derecho Constitucional, un alumno o profesor se refiera al problema de los “valores innegociables” y mencione el lema “lex injusta non est lex”: la ley injusta no es ley. Pero la gran cuestión, en todo caso, es saber cuándo obedecer y cuándo no. En esencia, “no existen reglas al respecto, ya que si las hubiera, también exigirían la capacidad de juicio para saber cuándo seguirlas y cuándo no. Creer que hay que obedecer o desobedecer siempre es ingenio o perverso” (pág. 49). Así, tanto la revolución liderada por lo aquellos que creen “desobedecer de forma absoluta el sistema”, o incluso el nazismo regido por el “sano sentimiento del pueblo”, tarde o temprano recaerá en la ley escrita. 

Lo que cabe dejar en claro, no obstante, es que ni la Constitución de un país ni los meros hechos sociales por fuera de la misma pueden ser un “pacto suicida”. “Al equiparar la realidad social con el funcionamiento más o menos fluido de las instituciones, confundimos algunos cuadros con la película entera. Huelga decir que esto no nos permite confundir las épocas de crisis con las estables como excusa para desobedecer el derecho, sino que nos ayudar a entender la autoridad del derecho” (pág. 51). 

Poniendo un pie en el próximo capítulo, “hay otra manera de argumentar a favor de una conexión necesaria entre moral y derecho, que en lugar de concentrarse en el contenido de las proposiciones jurídicas, apunta a la forma misma del derecho” (pág. 51). Esa otra manera de argumentar, es el positivismo. 

El positivismo, primera parte: su fuente y su legitimación 

Si no son muchos los que poseen ávidos conocimientos en filosofía del derecho y, por sobre todo, el positivismo es una teoría jurídica de infundado repudio en la sociedad interpretativista actual, el primer concepto que Andrés Rosler nos provee al respecto es más que bienvenido. “Todo positivista de ley –permítaseme la redundancia- cree que la normatividad del derecho es independiente de consideraciones morales” (pág. 57). 

Aclara a renglón seguido, no obstante, que “el positivismo no aboga por una desconexión total entre el derecho y la moral ni considera que para que una disposición sea jurídica entonces tiene que ser inmoral. Por el contrario, el positivismo es absolutamente consciente de que, en muchas ocasiones, el derecho apela al razonamiento moral, como por ejemplo cuando suspedita la validez de los contratos a la moral y las buenas costumbres, tal como lo hace el nuevo Código Civil y Comercial argentino en su artículo 1014 (…)” (pág. 57). 

Con estas elucidaciones, la aclaración que Rosler hace para diferenciar el positivismo del iusnaturalismo respecto de invocar razonamientos morales como fuente de derecho es clara y terminante: “el punto del positivismo es que si la moral forma parte del derecho vigente, lo hace por invitación del derecho positivo y no al revés” (pág. 58). 

- Necesidades y motivos de la autoridad 

Quienes hayan visto la película “El Padrino II” de Francis Ford Coppola, recordaran aquella icónica escena en donde Michael Corleone, en el marco de una discusión sobre atentar contra Hyman Roth, le recuerda a su preocupado hermanastro y abogado de la familia Tom Hagen (quien no creía que ese atentado era posible), que “si algo nos ha enseñado la historia, es que puedes matar a cualquiera”. De las revoluciones podemos intuir algo similiar, ya que si algo nos ha enseñado la historia es que, aún los más revolucionarios, lo primero en hacer cuando “llegan al poder luego de haber realizado una revolución (habiendo trasgredido de ese modo el derecho positivo en nombre probablemente del derecho natural) es ajustar el derecho positivo al derecho natural que inspiró la sublevación” (pág. 60). 

“Esto sugiere que si el derecho natural realmente existiera por sí mismo, no habría razones para ajustarlo al derecho positivo (…) solo se convierten en derecho una vez que han sido estipulados por ley, es decir que recién a partir de ese momento devienen en derecho vigente, de lege data o derecho legislado sin más” (pág. 60). En verdad, si nos miramos las caras, por más lindo que suene el lema de la revolución, en realidad estamos afirmando que el derecho tiene autoridad y que precisamente por eso nosotros llevamos a cabo el cometido revolucionario. 

Sin perjuicio de que la revolución ocurra o no, ¿qué es aquello que nos conmueve a obedecer la autoridad? Rosler sienta dos posturas. 1) Según el minimalismo autoritativo, “actuamos conforme a o de acuerdo con la autoridad, pero jamás porque la autoridad lo exige”. “De ahí que (…) si fuéramos lo suficientemente racionales y morales, no necesitaríamos leyes en absoluto” (pág. 62). Cada uno, como bien destaca, deviene en juez de su propia aspiración. Por ende, cada cual se obedece a sí mismo y, con el poder suficiente, hace que los demás se sometan a su designio. 

Para evitar esta peligrosa y difusa noción de imposición subjetiva, está la segunda postura. 2) Según el maximalismo autoritativo “no es suficiente actuar conforme a la autoridad, sino que es indispensable actuar porque la autoridad así lo exige. La autoridad nos da una nueva razón para actuar, esto es, una razón que no existía antes de que fuera indicada por la autoridad”. “Esto se debe a que el sentido mismo de tener autoridades es “prevenir el juicio individual sobre los méritos, y esto no se logrará si para establecer que la determinación autoritativa es vinculante los individuos tienen que confiar en su propi juicio sobre los méritos”” (pág. 62 y 63). 

Parafraseando a Rosler, es requisito de la convivencia en sociedad algún grado de autoridad. Justamente, es por la falla de esta última que la fuerza toma su lugar para establecerla y es el motivo por cual la persuasión, por sí sola, es un paso más en un proceso de argumentación pero no en sí misma suficiente como razón exigible sobre los demás. El problema, entonces, no es la arbitrariedad, puesto que si para evitarla vamos a instituir árbitros que nos complazcan, no tiene ningún sentido designarlos. El árbitro es quien pone fin al desacuerdo y haciéndolo cumple su rol primario: la convivencia pacífica bajo reglas del juego. 

- La estabilidad dogmática del maximalismo autoritativo 

Así como la semilla es al árbol, los dogmas son al maximalismo autoritativo. Quizá uno de los puntos más ilustrativos del libro tras su lectura refiere a la necesidad y reconocimiento de los dogmas. “Un dogma es literalmente una opinión (o creencia) con autoridad”. Ahora bien, Rosler reconoce junto a Tocqueville, por supuesto, que los dogmas varían con el tiempo y con el lugar, pero sin ellos, sin su estabilidad, “la vida social es imposible” (pág. 66). 

¿Qué nos permite ser dogmáticos o cómo una razón se convierte en dogma? A través de un proceso compuesto por dos niveles: “uno de primer orden en el que las razones se imponen por su peso o su atractivo, y otro de segundo orden en el que se imponen por su jerarquía o autoridad (…) solo quienes no advierten los diferentes niveles de razonamiento práctico asumen que los dogmas, las normas, las reglas, son en general irracionales”. “En realidad, es gracias a este razonamiento de segundo orden que agentes racionales y morales que están en desacuerdo sobre valores pueden dar inicio a la acción colectiva. De ahí que podamos ser dogmáticos”. De manera brillante y categórica concluye: “La que es dogmática, entonces, es la autoridad, no la teoría que explica y justifica la razón dogmática”. 

Ahora bien, ¿cómo sabemos quién tiene autoridad? La respuesta del positivismo es “la llamada teoría de la fuente, según la cual la única manera de identificar la autoridad del derecho es prestarle atención a su origen” (pág. 70). Aclara Rosler que, por supuesto, “en última instancia, toda disposición jurídica descansa sobre una fuente que no es jurídica en sí misma (…) nos llevaría a un regreso al infinito. Es decir que así como hay un primer trabajador, también hay un primer legislador, pero incluso este primer legislador –o constituyente, como se lo suele llamar modernamente- lo es porque existe una convención social que lo reconoce como tal” (pág. 73). 

¿Qué hace este último hecho convencional a favor del legislador? ¿Es acaso una legitimación a prueba de balas? La respuesta sólo puede ser no, puesto que “convención social sólo indica la existencia de cierta regularidad observada por un número significativo de personas, pero no dice nada sobre sus ventajas o desventajas, bondades o defectos (pág. 74)”. Como bien se destaca en las páginas siguientes, de estos defectos adolece cualquier tipo de convención (no tiene por qué ser jurídica) y la objeción de que la convención podría ser diferente y contingente es un hecho incontrastable. 

Pero aquí está la anotación brillante del libro: es precisamente por estos “defectos convencionales” u “objeciones” que “esta explicación convencional de la fuente del derecho muestra que en última instancia, son los propios súbditos del derecho quienes otorgan poder al derecho al respetar la convención de la cual provienen y no al revés”. Legitimidad sí: “de ahí que, al final del día, el derecho no provenga de arriba, por más autoridad que tenga, sino de abajo. Son los seres humanos (…) los que tienen el derecho a su merced” (pág. 78). 

El positivismo segunda parte: su aplicación y su cierre 

Una vez que hemos identificado al autor institucional del derecho –el legislador- y sus obras han sido dotadas de autoridad por una convención social, cabe ahora preguntarse cuáles son exactamente esas obras o contenidos. Tradicionalmente, en la historia de la filosofía del derecho, esas obras o contenidos han tomado forma bajo “reglas o normas jurídicas, que a su vez pueden referirse a principios” (pág. 88). 

Pero como bien nos dice Rosler, “dado que el positivismo se aferra a la idea de que todo derecho es derecho de autor, para el positivismo no hay mucho que discutir” (pág. 87). Lo señalado en las páginas siguientes es de fundamental importancia, puesto que “la fuente es la razón por la cual consideramos algo como una norma jurídica, en primer lugar”. “En efecto, jurídicamente hablando, no existen reglas que sean válidas exclusivamente por su contenido” (pág. 89). 

Tal como lo hemos relatado en una entrada anterior de este blog (2), ni la compasión por un argumento o la buena intención de quienes sostienen ese argumento nos dice algo sobre su aplicación. En un sistema autoritativo verticalista, “es la propia Constitución la que estipula la supeditación de la validez de una norma jurídica a cierto contenido” (pág. 89). En palabras de Carlos Rosenkrantz tras su lúcido voto en el fallo Batalla: “el deber de los jueces de respetar la Constitución como guía suprema no es exclusiva de su función y tiene correlato directo con un deber más general que nos atañe a todos. Efectivamente, en un estado democrático todos los ciudadanos tenemos un deber de moralidad política de usar la Constitución como la primera y última vara para juzgar la acción del Estado”. 

Dado que lo que está en juego en un sistema positivo “no es un valor como la bondad, sino la brecha normativa de una regla (mind the gap): “la ley es la ley”, la respuesta es simple: “no importa si la ley es buena, sino si es válida y, por lo tanto, obligatoria”. Esto que puede ser confuso, puede deberse a que “usualmente pensamos en ´términos de valores, es decir de razones cuyo atractivo es transparente, la opacidad del razonamiento quizá nos llame la atención” (pág. 91). Sin embargo, el razonamiento autoritativo ocurre más seguido de lo que pensamos. Por ejemplo: las promesas, que cumplimos no porque sea bueno lo pactado, sino por el sólo hecho de haberla pactado y así cumplir con la misma. 

- En palabras de Rosler, ¿fascismo normativo? 

Quizá uno de los más grandes mitos que pesan sobre el positivismo, es su asociación con la violencia desbordada. Si bien este desborde contraría la esencia misma de “restraint” del positivismo como estandarte de los límites legales al poder, “no faltan quienes asocian el discurso normativo, o la idea misma de la observancia de reglas, con la violencia” (pág. 93). 

Rápidamente salta a la vista que si el positivismo es una teoría jurídica que concibe al derecho como una fuente autoritativa convencional por la forma de su autor, “la disposición normativa en sí misma no puede ser violenta, ya que opera en una dimensión diferente de la violencia”. “Algunos creen (…)”, sin embargo, “que la normatividad jurídica en última instancia funciona como un asaltante, probablemente debido a que el Estado no sólo es el que lleva la voz cantante en la creación del derecho, sino que además se dedica fundamentalmente a la represión institucional” (pág. 96). 

Lo que esta creencia olvida es que compartimos estas disposiciones en cierto sentido, puesto que las obligaciones que el derecho nos impone son independientes de nuestro contenido. En consecuencia, con la forma respetuosa mediante, que la violencia sea un elemento del derecho positivo es un accidente y no concierne a su naturaleza. Refleja lo dicho el hecho de que siempre hay razones por fuera del miedo a la violencia (salvo el caso de una utópica “tiranía perfecta” (pág. 98)) para obedecer el derecho. 



Las palabras de Andrés Rosler pueden explicar esta situación mejor que cualquiera: “Al decir que el derecho opera mediante reglas no estamos diciendo que el derecho es neutral ni que está moralmente justificado o que no tiene relación alguna con el orden social al que pertenece. Por el contrario, el derecho está pensado para consagrar un estado de cosas dado. Ese es el sentido de contar con un sistema jurídico. Quizá eso hable mal del derecho, pero nuestro interés, al menos por ahora, es explicar cómo funciona el derecho, no justificarlo. De todos modos, quien objetara que todo sistema jurídica es inaceptable porque consagra un status quo debería ser capaz de mostrar que es posible la vida social sin consagrar cierto status quo, sea capitalista, comunista, o del tipo que sea” (pág. 99). 

- Los jueces 

Aun cuando existan acuerdos sobre la existencia del derecho vigente, siempre habrá desacuerdos sobre sus fundamentos o finalidades. “El hábitat natural del discurso de los derechos son las sociedad pluralistas, que necesitan ponerse de acuerdo sobre un conjunto de derechos a pesar del desacuerdo imperante sobre la concepción del bien (…) No es sorprendente que en sociedades homogéneas no haya mucho espacio para el discurso sobre los derechos, ya que el acuerdo sobre valores últimos reduce la posibilidad de mayores conflictos que tiene la gente y, por lo tanto, no necesitan intermediario algún entre el bienestar y los deberes” (pág. 102 y 103). 

Predicar que pueden existir reglas y derechos sin que existan conflictos entre ellas, “equivale a creer que puede existir un derecho con instituciones legislativas, pero sin instituciones judiciales, como si el derecho fuera aplicarse a sí mismo” (pág. 103). Por esto mismo, los jueces nos recuerdan que hacer con el derecho vigente dentro del margen de decisión que existe incluso entre los propios jueces, ya que “si todo pudiera estar escrito, no habrá nada que dejar” (pág. 105) a su decisión. 

¿Cómo debemos concebir a los jueces? “Como actores institucionales que cumplen un papel bastante estructurado en una práctica no menos organizada, a saber, un conjunto de reglas que establecen los deberes y las atribuciones de los jueces. Esta práctica consiste en la toma de decisiones judiciales, ya que pueden hacerse valer a través del poder de imperio del Estado. Ello no quiere decir que esa práctica sea impecable, o siquiera válida. Pero lo que no podemos negar, desde la lectura positivista que hemos hecho, es que “son parte del derecho y por eso queremos que cambien, por ejemplo, mediante una apelación”. 

Hoy, la responsabilidad de los jueces de decidir conforme al derecho vigente corre serios peligros, provenientes principalmente del reemplazo de los mismos por los difusos deseos del “pueblo”. Pero “quienes abogan por el constitucionalismo o derecho popular, o bien proponen algo redundante (al menos en democracia) ya que es el pueblo el que se supone que sancionó la Constitución vigente y, además, es la fuente de donde sale la normatividad de dicha Constitución, o bien se trata de una propuesta contraproducente, ya que son las instituciones establecidas por el pueblo en la Constitución –que por definición incluyen las instituciones populares- las que resuelven los conflictos, incluso los que atañen al pueblo” (pág. 114). 

“Al final del día”, y a través de una clarividente cita de Ferrajoli, “el desagrado por las formas de la democracia representativa equivale en realidad al desprecio por las garantías jurídicas, y expresa la utopía, a su vez regresiva, de un sistema social autorregulado y auto disciplinado” (pág. 114). Antes de estos avances de la “siempre y perdurable interpretación”, la teoría jurídica del positivismo solía permitirle a los jueces comprender cabalmente su función de “[cerrar] el círculo” (pág. 120), por así decirlo. Sin embargo, y como veremos a continuación en el capítulo cardinal de esta obra, el interpretativismo lo ha evitado. 

El interpretativismo 

Como surge de las teorías del derecho que han sido reseñadas en este comentario, el positivismo y el iusnaturalismo no están tan enfrentados como parece. Tal como nos remarca Rosler, “la tradición clásica del derecho natural jamás entendió el famoso eslogan la “ley injusta no es derecho” de modo literal” (pág. 121). El iusnaturalismo, entonces, es una teoría amplia que va más allá de la normatividad del derecho, pero no por eso la niega. 

La diferencia entre ambos es que, “mientras que el iusnaturalismo suele operar con una noción prescriptiva o moral de derecho, el positivismo, por el contrario, prefiere una caracterización puramente descriptiva”. El interpretativismo de Dworkin, nos advierte Rosler, sostiene en cambio “que toda pretensión de pureza conceptual, sea moral o descriptiva, es ingenua, ya que no existen conceptos listos para usar, sino que hasta el mejor de los conceptos requiere ser interpretado, y el derecho no es una excepción” (pág. 122). 

El problema del interpretativismo, entonces, es fácilmente identificable: la autoridad. Esta teoría es la enemiga natural del positivismo en la actualidad. Y debido a que el libro tiene un desarrollo fluido y más que comprensible, reseñaré en su debido orden los pilares del interpretativismo que Rosler tan bien nos indica: a) “siempre hay que interpretar el derecho”, b) “dicha interpretación es moral”, y c) “los jueces son coautores del derecho” (pag. 122). 

- Los pilares del interpretativismo 

Debido a que ni siquiera un caso fácil puede eximirnos de interpretar, es decir, un caso en donde los jueces tienen disponible una sola interpretación para aplicar el derecho vigente, este primer pilar del interpretativismo es pura y exclusivamente ideológico. “El punto de Dworkin es que, aunque sepamos de memoria el texto, sea, por ejemplo el Código Penal o los sonetos de Shakespeare, eso no significa que lo entendamos. Para hacerlo, necesitamos pasar por un segundo gran momento que es de carácter interpretativo” (pág. 124). 

Si el segundo momento es interpretativo, el momento que le antecede a todo juez como etapa preinterpretativa consiste en detectar el derecho vigente aplicable al caso, en descubrir el texto para luego interpretarlo. La interpretación que Dworkin nos señala es la “creativa” y “constructiva” (…) para que “aquella no solo [coincida] con lo que [el legislador] quiso decir, sino que además” nos permita mostrar “su propia obra [es decir, la ley] bajo la mejor luz” (pág. 124 y 125). 

En contraposición frontal con el positivismo, el interpretativismo jamás agota el derecho en su fuente, porque “además incluye todo aquello que el juez infiere a partir de dicha fuente y lo muestra bajo su mejor luz. El derecho, entonces, no solo es un conjunto de reglas estipuladas por el derecho positivo (Constitución, códigos, leyes, etc.), sino también un conjunto de principios, derechos y deberes que, con independencia de cuándo fueron percibidos, ya formaban parte del derecho porque lo muestran bajo su mejor luz y solo requieren que algún juez salga a su encuentro para que los declara como tales”. 

Pero paradójicamente, y como tan bien es apuntado por Rosler, “la posición de Dworkin sobre la existencia de desacuerdos interpretativos está significativamente acotada por la robusta defensa que el mismo Dworkin hace de una teoría de la respuesta correcta que responde a la pregunta por el valor de la práctica del derecho”. Así, “al juez dworkiniano le interesa ir en busca de la verdad, de la respuesta correcta del caso” (pág. 126 y 127) y, por ende, supone que su respuesta merece autoridad por sobre las demás que están equivocadas. 

Podríamos creer, bajo una primera mirada, que esta respuesta correcta que tiene en mente el juez interpretativista se asemaja a la “aspiración de la filosofía positivista en general por la “certidumbre” y la precisión en oposición a la “indecisión” y lo vago” (pág. 129). El problema es que el interpretativismo cree que el derecho positivo no es el camino “para concretar dicha aspiración”, sino que esa aspiración se satisface con las aspiraciones o creencias personales de cada juez. Y, por esto último precisamente, los jueces interpretativistas “son además coautores del derecho”, como “una empresa colaborativa entre el autor y el juez, ya que ambos quieren hacer de ella [de la ley vigente] la mejor de su clase” (pág. 129). El derecho, en palabras de Dworkin, es como una “novela en cadena”, donde cada juez agrega “un nuevo capiítulo” (pág. 130). 

Dworkin podría argumentar que en estos casos los jueces no inventan el derecho, sino que tan sólo lo descubren, como si se sintieran “constreñidos” y meros “traductores respecto de disposiciones jurídicas anteriores” (pág. 130). Sin embargo, y con enorme lucidez, Rosler nos señala debidamente que es en el período preinterpretativo donde ocurre la actividad cognoscitiva de descubrir el derecho vigente, y que es una enorme paradoja sostener una constricción y, al mismo tiempo, dotar a los jueces “de una libertad considerable respecto de propia decisión” (pág. 130). 

- Comprensión e interpretación 

Vayamos al grano con el interpretativismo: “la idea de que la interpretación en el derecho es inexorable oscila entre la redundancia y, algo irónicamente, la incomprensión de la diferencia que existe entre comprender e interpretar”. Si el derecho es fenómeno cultural, y somos nosotros quienes le damos el significado que merece, “entonces el interpretativismo no sólo tiene toda la razón, sino que de hecho dice exactamente lo mismo que el positivismo” (pág. 132). 

El problema está en que el propio interpretativista, y en lo personal, este es el punto que más esclareció mi mirada sobre el interpretativismo desde que conocí a Andres Rosler y sus obras, se ve forzado a admitir dos cosas contradictorias al mismo tiempo: “que hay que interpretar siempre”, lo que supone que hay una base que entendimos, que “ya comprendemos”, y que al mismo tiempo “no existen convenciones cuyo significado sea lo suficientemente claro como para no requerir una interpretación en sentido estricto” (pág. 133) a pesar de que su propia interpretación está por fuera de dicha regla. 

“Interpretar entonces, “es simplemente el acto de determinar qué es lo que alguien quiso decir con estas palabras (o esta imagen o esa película o ese gesto). Entonces la respuesta a la muy vieja cuestión ¿cuál es el significado de un texto? es: “Un texto significa lo que su autor o autores tienen la intención [de decir], punto” (pág. 141). El problema con la interpretación intencionalista, no obstante, es que si bien en algunos casos es inevitable, las intenciones suelen ser subjetivas, elusivas, colectivas, diversas, y obtusas. 

El equivalente jurídico de la incesante interpretación si se sigue la intención con todos sus defectos, o si se deja de lado precisamente por sus defectos para reemplazarla por cualquier otro método, “es la “constitución viviente”, por el cual la Constitución cambia según las necesidad de la sociedad” (pág. 143). En consecuencia, “esto hace que la Constitución sea lo que le da la gana a los jueces o a la sociedad, o a los dos juntos. El “intérprete” en este caso está hablando de sí mismo, de sus propios deseos o intereses, no de su objeto de interpretación: “El presentismo sustituye la pregunta “¿qué significa? Por la pregunta “¿qué queremos que signifique?” (pág. 144). 

Por su parte, si queremos comprender el derecho vigente, si queremos comprender el precepto de una ley, nuestra tarea deberá ser descriptiva antes que prescriptiva o axiológica. Efectivamente, si queremos comprender “no nos queda otra alternativa más que percibir su valor, pero esto no implica que lo compartamos o que nuestro juicio sea valorativo en el sentido “militante” que le da Dworkin por así decir. Alguien podría salir en defensa de la necesidad de interpretar bajo “la mejor luz”, sin embargo, “no solo puede tener connotaciones relativistas ajenas a la intención de Dworkin, sino que además (…) estamos tratando de que aquello que estamos tratando de entender (…) sea inteligible” (pág. 148). 

Aclaremos: “no se debe a que la interpretación sea inevitable, sino a que entra en escena solo cuando el significado de la norma no es claro. En otras palabras, existen casos en los que no hay más alternativa que obtener lo que Raz llama una “interpretación innovadora (…) Pero la interpretación innovadora, debido a una ambigüedad, vaguedad, etc., en sentido estricto, no modifica su objeto, sino que lo aclara” (pág. 156 y157). “Distinto es el caso de una modificación en la obra debido a que estamos en desacuerdo con ella” (pág. 157), como si escribiésemos una nueva. 

Ahora bien, si la base es lo que comprendemos porque existe un círculo hermenéutico asegurado por nuestras capacidades naturales y las convenciones sociales, “la comprensión debería ser la regla y la interpretación la excepción” (pág. 133). Tal como nos señala Rosler, la diferencia entre comprensión e interpretación es “ontológica”, se trata efectivamente de “dos actividades [cognoscitivas] diferentes” (pág. 134). “De ahí que si mostráramos un solo caso en el cual el derecho fuera comprensible sin tener que interpretarlo, demostraríamos que el interpretativismo se equivoca”. 

Y “aunque supusiéramos que, a diferencia de la comunicación en general, en el derecho la interpretación fuera la regla y la comprensión la excepción, al reconocer la existencia de una excepción, deberíamos aceptar que no hay que interpretar siempre. De otro modo, la misma regresión al infinito que amenaza toda posibilidad de comunicación en el mundo extrajurídico podría emergen en el mundo jurídico” (pág. 137). 

El ejemplo más clarividente de los peligrosos efectos del interpretativismo se observa en las ideas y vueltas que la CSJN tuvo respecto de la aplicación de la ley 2x1 en casos de delitos de lesa humanidad tras el fallo “Muiña”, que generó la reacción pública posterior de parte de una parte de la población y del propia Congreso, quienes demandaron y cumplieron con la sanción casi unánime de una ley interpretativa auténtica (en verdad modificatoria), de aplicación retroactiva, sin forma de ley penal y perjudicial para los imputados. Luego fue convalidada por el voto mayoritario de la Corte en el fallo Batalla de 2018. 

En primer lugar, tanto el artículo 2 del Código Penal argentino, como la ley 24.390 (2x1) y las disposiciones constitucionales y convencionales que dotan al imputado de las garantías de legalidad e irretroactividad de la ley penal más gravosa resultaban muy claras y no demandaban más que una simple comprensión. Por otro lado, se podrá apreciar que bajo la lógica del interpretativismo, sancionar una ley interpretativa es una grave redundancia que encubre peligrosamente una cuota de autoridad que no admitiría interpretación. Lo mismo podría predicarse del voto mayoritario en el fallo Batalla desde su sanción en adelante. 

Lo que importa es que “la ola interpretativista ya ha alcanzado las otrora sagradas aguas del derecho penal” (pág. 138). Así, “una “ley interpretativa” jamás puede ser la solución, sino que es parte del problema, ya que nos conduce inexorablemente hacia una regresión al infinito” (pág. 139). Es el propio interpretativista, a su vez, el que “con mucha razón insiste en la ubicuidad del desacuerdo en el derecho” (pág. 139). 

- El interpretativismo como pisoteo del juez al legislador 

Querer mostrar el derecho bajo la mejor luz, “tiene al menos dos grandes problemas, conectados entre sí. En primer lugar, habría que ver si los legisladores mismos desean que los jueces apliquen las disposiciones legislativas bajo su mejor luz, esto es, que los jueces apliquen las disposiciones legislativas bajo su mejor luz, esto es, que los jueces entiendan el derecho no como una práctica institucional autoritativa, sino como una ocasión para dar con la respuesta correcta, lo cualquier equivaldría a usar el derecho como inspiración pero no como una fuente en sentido estricto” (pág. 149). 

En segundo lugar, “esta posición no puede explicar la pretensión autoritativa del derecho. Quizá la interpretación deba mostrar el objeto bajo su peor luz, si es eso lo que el objeto merece. Pero, en todo caso, la valoración judicial no puede afectar la autoridad del derecho, en particular el democrático. El juez tiene que aplicar el derecho, no valorarlo positivamente”. Como se ha destacado a lo largo de esta reseña, “la intención general (…) de que las cosas salgan bien o lo mejor posible hace que la obra misma se vuelva redundante” (pág. 149). 

Si el derecho positivo existe para y porque se ha resuelto por lo menos provisoriamente un acuerdo, es una inútil y dañina reiterancia reintroducir el problema de ese desacuerdo en la aplicación de la ley. Dicha intención “tienen a confundir el derecho existente con el que debería existir” (pág. 150). Con cita de Schmitt, “Un jurista que se aventura a ejecutar valores de manera inmediata debería saber lo que hace. Debería reflexionar sobre la procedencia y estructura de los valores y no permitirse tomar a la ligera el problema de la tiranía de los valores y de la ejecución no medida del valor” (pág. 150). 

Es cierto que, por alguna razón, “hoy en día el interpretativismo suele estar acompañado por el progresismo, pero, como se puede apreciar, no hay nada que impida que el interpretativismo, o si se quiere el activismo judicial, juegue para el equipo contrario” (pág. 152). Frente a los peligrosos vaivenes de contenido interpretativista, el compromiso por la fuente y la forma del positivismo es una importante garantía en las teorías jurídicas que estudian en filosofía del derecho. 

Los interpretativistas, por ende, nos deben un sinceramiento. “No podemos decir que lo estamos interpretando [al derecho vigente] cuando en realidad lo estamos modificando porque no nos parece bien lo que dice. Tampoco tendría sentido hablar de “casos difíciles (que por lo tanto requieren interpretación) debido a la repercusión que producen, ya que eso convertiría un caso simple de comprender o incluso de interpretar, y todo por razones políticas, lo cual sería poner al caballo detrás del carro”. 

Por sobre todo, los jueces no operan en el “mismo nivel que los creadores del derecho, sobre todo si dicha creación es democrática. No se trata de una obra en cadena, sino de la comprensión o interpretación de un autor identificado por el derecho gracias a una norma que lo autoriza. Los jueces, entonces, no son autores de “coautoría”” (pág. 164). 

Y nuevamente, recordando que es el positivismo el que invita a la moral y no viceversa, respecto del control de las normas sucede lo mismo. No debemos confundir los efectos nocivos del interpretativismo ideológico con el “hecho de que una norma pueda ser objeto de revisión”. De ello “no se desprende que el derecho sea completamente incierto, ya que, otra vez, es el derecho el que estipula dicha revisión” (pág. 165) y por eso los jueces tienen la facultad legal de declarar una norma inconstitucional en el caso concreto. “Ese poder proviene del mismo sistema jurídico, no de la interpretación valorativa de los jueces” (pág. 165). 

Incluso ahondando más sobre este último punto, es el propio sistema el que consagra que las instituciones jurídicas tengan cierta autoridad de modo piramidal, “siempre merced a una primera fuente indicada convencionalmente, que a su vez indica a un autor particular, con la capacidad de crear derecho, que a su vez será aplicada por los tribunales. Por este motivo, desde el punto de vista legal o intrasistémico, el derecho es un ejemplo de lo que Rawls llama “justicia procedimental pura”, ya que en última instancia no existe un criterio independiente de la forma jurídica que nos permita identificar cual es el resultado correcto. En derecho”, y con cita de Legendre, “la respuesta final importa mucho menos que la liturgia puntual” (pág. 166 y 167). 

En fin, el interpretativismo, “si bien se presenta como una tercera categoría entre el positivismo y el iusnaturalismo, en el fondo se trata de una postura que oscila entre los dos polos que se supone venía a superar. Por un lado, debido a su celo antipositivista, dicho interpretativismo termina (…) confundiendo el derecho “bajo su mejor luz” o tal como debería ser con el derecho realmente vigente. Esta manera de entender el derecho no solo niega la pretensión de autoridad que caracteriza a todo derecho que se precie de ser tal – incluyendo las leyes y sentencias interpretativistas-, sino que ade3más, irónicamente, consagra el derecho vigente al acércalo demasiado a la moral” (pág. 174). 

“Por el otro lado, el discurso interpretativista no es tan antipositivista como parece, ya que conserva aspiraciones autoritativas bastante similares a las del positivismo, solo que mientras que para el positivismo el peso de la autoridad del derecho recae fundamentalmente sobre los hombros de los legisladores, para el interpretativismo son los jueces quienes tienen la voz cantante en la partitura del derecho” (pág. 174 y 175). “si el eslogan positivista es “la ley es la ley”, el interpretativista es “sentencias son sentencias”, como una suerte de “positivismo encubierto” (pág. 175). 

Conclusión: la reivindicación del positivismo 

Tras este contundente repaso que Andres Rosler efectúa sobre las tres teorías jurídicas del derecho, siendo el interpretativismo una débil y contradictoria combinación de dos de ellas, es hora de retomar la escuela del positivismo y los aportes que ésta ha hecho a las civilizaciones occidentales actuales con la debida aclaración: “si bien el positivismo se enorgullece por ofrecer una teoría pura del derecho-capaz de albergar tanto la derecha como a la izquierda- “dicha “pureza” está bastante lejos de ser una “nirvana””, con cita de Schmitt (pág. 180). 

El positivismo ha servido a tres grandes fines: 1) “se opuso a todo desafío que proviniera de corporaciones medievales o de formas políticas extraestatales como el imperio”, 2) “estuvo acompañado por el proceso de centralización estatal que eliminó la “contienda” o violencia organizada como concepto jurídico”, y 3) “el derecho positivista gira alrededor de las ideas de ley y legalidad, en el sentido de que la ley es un producto exclusivo del Estado, y distingue cuidadosamente la ley de los derechos y desde un punto de vista jurídico supedita los segundos a la primera” (pág. 180 a 181). 

El positivismo entonces, nos permite entender o pensar el derecho “como un sistema institucional relevantemente neutral o independiente del contenido, capaz de resolver conflictos ocasionados precisamente por el contenido de las razones de los diferentes partidos o partes. El derecho moderno, por lo tanto, solo puede tener éxito si logra transformar la cuestión material de cuáles creencias o proposiciones son verdaderas en la cuestión mucho más general y formal acera de la decisión o el juicio de quién es el que ha de pronunciar el juicio autoritativo o considerado como verdadero” (pág. 181). 

Para evitar caer en los mismos defectos absolutos del interpretativismo, “debemos tener mucho cuidado y no confundir el positivismo normativo con el ideológico, la idea de que (…) debemos obedecer todo derecho por el exclusivo hecho de que existe, sin que importe, por ejemplo, cuál es su fuente, lo que en el fondo no es sino un invento de los enemigos del positivismo para desprestigiarlo” (pág. 182). 

Con cita de Prodi, “no podemos darnos el lujo de “concebir el Estado de derecho como una conquista definitiva a defender solo contra ataques externos, como pudieron parecer en nuestro siglo –en una historiografía impostada- los regímenes totalitarios” (pág. 183).

(1) http://www.pensamientopenal.com.ar/fallos/46757-violencia-sexual-denuncia-oposicion-al-archivohttp://www.pensamientopenal.com.ar/fallos/47784-aplicacion-interpretacion-y-alcances-ley-27206-respeto-tiempos-victimas, ver fallo O.L s/ prescripción por abuso sexual con acceso carnal calificado, publicado en editorial La Ley

(2) https://juanseorso.blogspot.com/2019/06/la-fuerza-del-derecho-ante-el-proceso.html

domingo, 10 de noviembre de 2019

Libertad de expresión como insistencia

(Banksy)

El reproche selectivo a ciertas posturas políticas: neoliberalismo vs estatismo, colectivismo vs individualismo, entre otras, desconoce dos hechos transversales de la realidad actual. Uno es que los comportamientos dictatoriales no entienden de ideología. El otro hecho es el mal uso de la libertad de expresión para resistir estos comportamientos dictatoriales, al partir de una errónea concepción por la cual la manifestación de reproche es primariamente violenta y selectiva, para sólo secundariamente transformarse en pacífica y dialoguista, sea por parte del Estado o de los actores sociales particulares. En general esta segunda actitud requiere, como presupuesto, haber tomado el poder del Estado o estar atravesada por serios intereses políticos tras triunfar por la acción primaria violenta. 

Lo que pretendo con este comentario, entonces, es reflexionar de manera genérica y sin mayor rigor técnico-jurídico sobre que no es la libertad de expresión. La libertad de expresión será vista como un principio fundamental para llevar a cabo los reclamos y resistencias que ocurren a lo ancho del continente. 



Que no es la libertad de expresión 

- La libertad de expresión no es violencia 

Aun cuando consideremos que lo expresado por terceros es absolutamente aberrante, ofensivo, o vil, la libre expresión no es violencia y esta distinción debe ser absolutamente clara. Si fuésemos a considerar algunos discursos violentos, entonces resultaría aceptable responder con más violencia. Así, no se trata de negar que no puedan existir discursos violentos o que inciten a la violencia y que deban ser penados con el debido proceso legal por atentar contra derechos de terceros. De lo que si se trata, no obstante, es que esta negación del discurso por su contenido o forma violenta debe ser la última opción tras haber demostrado que existe un vínculo directo, único, justo e ilegítimo entre el actor discursivo, quienes lo interpretan, comparten y vocalizan, y quienes padecen sus consecuencias. 

Bajo este bosquejo, no podrá considerarse ofensivo el discurso que lesione un presunto derecho a no ser ofendido. Esta tautología logra dos cosas a favor de la libertad de expresión: la primera es no atentar contra la búsqueda natural de la verdad que, de resultar en un cambio fundamental de paradigma, suele resultar ofensiva, la segunda es mantener la civilidad política, porque como lo afirmó en su momento Cristopher Hitchens: “aquellos que estén determinados a resultar ofendidos descubrirán una provocación en todos lados. No podemos aceptar la posibilidad de adaptarnos lo suficiente a estos fanáticos, y es degradante hacer el esfuerzo” (1). 

Argumento que la herramienta a proveer para aquellos ofendidos tan sólo puede ser más libertad de expresión. En esencia, muchos olvidan una opción fundamental: la posibilidad de valerme de mi derecho a la libertad de expresión para señalar que ese discurso es aberrante, ofensivo o vil y que por ende no debe ser escuchado. A pesar de que ciertas palabras producen en parte de la población un genuino enfurecimiento, no podemos por ello considerar que esas palabras signifiquen lo que esa persona ofendida quiera que signifique, o que el emisor deba ser penado, o que la palabra deba ser censurada. La regla sigue siendo no silenciar a nadie y responder la expresión con más expresión, siempre. 

Como consecuencia, no debemos convertir palabras específicas en un tabú generalizado, ya que le da a esos términos un poder desproporcionado sobre el resto sin la legitimidad y el contexto que toda convención social y entendible del habla concreta requiere. De propagarse el tabú, se habilitan peligrosos manejos políticos y, en el peor de los casos, un parcial y acrítico apoyo del monopolio de la fuerza pública del Estado para sancionar a quienes lo utilicen. Incluso las acciones de repudio dirigidas hacia quienes usan la palabra tabú con el fin de sobreproteger a las personas representadas por el mismo puede aumentar los prejuicios que se buscan combatir. Daría la impresión de que la palabra representa algo tan horrible que rehuimos incluso a utilizarla y, por ende, a tratar con todo aquello: personas, grupos, símbolos, que esa palabra significa. 

En el corto plazo, las acciones de repudio empleadas para proteger una idea –hoy esa idea podría ser un derecho futuro- privan a la misma de la autoridad necesaria para regir e imponerse con respeto, por no ser el fruto de la confrontación necesaria que surge del libre intercambio de ideas por medio de la expresión. Así, por más buena que sea la intención de construir un espacio seguro mediante la censura o las connotaciones negativas sobre una palabra, ni podrá construirse con censura ni será seguro cuando las personas no puedan decir lo que piensan para llegar a la verdad. 

Por encima de todo, ¿quién debería elegir a los censuradores? En palabras de Karl Jaspers: “¿Quiénes son las mentes perspicaces con tanta visión sobre la verdad que tan sólo los dioses poseen? La censura no hace nada mejor. Tanto la censura como la libertad serán abusadas. La pregunta simplemente es: ¿qué abuso es preferible? ¿Dónde reside el mayor beneficio? La censura lleva a la supresión de la verdad como a su distorsión, mientras que la verdad sólo lleva a su distorsión. La supresión es absoluta, pero la distorsión puede ser corregida por la libertad misma" (2). 

Generalmente, quienes pretenden borrar ciertas palabras del libre intercambio de discursos lo hacen desde una mirada pesimista del mundo en un momento histórico. Bajo una suerte de cápsula tribal, buscan al unísono acabar con el sistema de creencias instaurado mediante medidas radicales. Lo que esta visión da por sentado, sin embargo, es que la palabra aberrante del hoy puede ser el paradigma esperanzador del mañana. También ignora los avances de nuestra historia, porque ha pasado mucha agua por el puente para que los Estados canalicen de modo equidistante y pacífico los reclamos. Después de todo, Galileo fue llevado preso por decir la verdad futura. 

- La libertad de expresión no es obligar a escuchar 

Como lo señalan Helen Pluckrose y James A. Lindsay, “el principio de libertad de expresión es muchas veces malentendido (…) bajo la forma de la falacia de demandar ser escuchado”. Como ejemplo, ellos citan el siguiente parafraseo: “Estar a favor de la libertad de expresión, pero después no permitir que te hablen. Esto es, en el mejor de los casos, inconsistente y, en el peor, francamente hipócrita" (3). 

Efectivamente, en el punto anterior destacamos que el control de los discursos por medio del repudio o la violencia lesiona el lado positivo del derecho a expresarse o a escuchar esas expresiones. La misma lesión puede suceder a la inversa: cuando la persona decide asumir una posición “omisiva” y es compelido por la fuerza a escuchar o manifestarse. Es decir, cuando la violencia se ejerce sobre el lado negativo del derecho a la libertad de expresión consistente en el derecho a no expresarse o a no escuchar. 

En esencia, se ejerce libremente el derecho a la libertad de expresión cuando la persona decide no iniciar un debate con todas las ideas de todos los exponentes de esa idea. Como lo reiteran los autores citados: “muchas veces la crítica de “vos no escuchas las ideas de los demás” significa “vos te opones a escucharme a mí”. En verdad, esa persona está perfectamente habilitada a “no escucharte”. 

Quien demanda ser escuchado puede sostener ideas no avaladas por ningún tipo de evidencia, restándole valor a la continuación del debate. A su vez sus ideas pueden ser deshonestas o absolutamente incompatibles con el tipo conversación entablado (ello suele suceder cuando no se está dispuesto a tomar o ceder en ningún punto de la controversia durante un debate). Por último, detrás de esa demanda a ser escuchado puede existir otra persona no demandante que exponga mucho mejor esa idea que la persona demandante actual. 

- La libertad de expresión no es control discursivo atemorizante 

Afortunadamente, la libertad de expresión parte de la base de un hecho incontrastable: nadie puede saber o controlar con certeza lo que piensa cada persona en su mente. Ahora bien, el camino hacia la expresión nunca puede terminar allí porque el punto de partida en una sociedad pluralista y democrática es que se permita a los habitantes expresar sus pensamientos a viva voz sin que deban sentir ningún tipo de temor al hacerlo. 

El control de los discursos nunca puede provenir del miedo que se infunde a una persona para privarla de emitirlos. Esto que parece un hecho de inmensa obviedad, suele quedar estancado sin su consecuencia lógica que es: los discursos pueden controlarse, pero sólo con más discursos que añadan una cuota de controversia al debate libre y hagan nacer por voluntad propia de quien ha mantenido la postura no triunfante la posibilidad de modificar o retirar esa postura por más aberrante o burda que parezca. 

Cuando se priva a uno del derecho a expresarse, paralelamente se daña el derecho de los demás a escucharlo. Al privar a las personas de ambos derechos, se les quita la posibilidad de aprender a confrontar con otros, a cambiar su opinión o evaluar sus ideas. Es decir, se les priva de la opción de controlar discursos con sus propios discursos. 

Históricamente podríamos graficar los efectos de estas prácticas nocivas con la figura de la guillotina o la horca dirigida a quienes irrumpían en el status quo con un nuevo paradigma que consideraban aberrante para la época. Estos actos se exhibían públicamente ante el resto con efectos de prevención general negativa mediante violencia fulminante y notoria. Pero una de las formas menos notadas pero más eficaces, quizá, de control atemorizante del discurso en la actualidad es ni más ni menos que la autocensura voluntaria. Por esta última, la propia persona se convence de no expresarse porque observa en su entorno –cercano o lejano- las consecuencias gravosas de emitir su opinión sobre un tema determinado. 

La violencia y el miedo, entonces, son malos persuasores que buscan generar una impresión de control que altera el orden natural de búsqueda de la verdad en el mercado de ideas y genera necesidades anormales de expresión que acaban multiplicando el uso de la fuerza. Esta fuerza puede ser utilizada por el Estado en sus distintos niveles de gobierno, o por los actores sociales que se manifiestan contra él u otros particulares. 

En el caso de los gobiernos, estos comportamientos reconocen la cara dictatorial de izquierda, socialista, de Nicolás Maduro, que se arrastra desde Chávez y que quizá lidera la mayor represión de los últimos 50 o 60 años, con récords de pobreza, inflación, exiliados y muertes. Reconocen el debilitamiento republicano de izquierda, socialista, de Evo Morales, que avasallaba las instituciones y la voluntad popular para perpetuarse en el poder mediante la extorsión. 

Pero ahora reconocen los comportamientos dictatoriales de represión de los nuevos gobiernos de Chile y Ecuador. Ambos no han volcado el esfuerzo preventivo necesario para que los actores sociales descontentos canalicen sus reclamos. Por el contrario, han optado por enfrentarlos como masas, simplificándolos y reprimiéndolos sin ánimo de debate. 

También involucra a los actores que se rebelan contra estos comportamientos de modo violento e injustificado, como a los actores indirectos que deciden a quiénes prestar su apoyo y a quienes condenar. Personas que señalan cómodamente las aberraciones de un régimen específico, mientras que en paralelo desenfaldan un rápido y palpable doble discurso frente a las atrocidades que su ideología comete, rechazando la crítica y censurando la opinión disidente. 

- La libertad de expresión no es resistencia injustificada 

He sostenido en una entrada anterior de este blog que hay quienes consideran que los reclamos violentos, como la protesta o la toma de colegios, son un último recurso legítimo que tienen todas las personas cuando las vías democráticas de participación han fallado anteriormente o no son suficientes. Se argumenta que estos reclamos violentos son la única forma de exhibir un derecho vulnerado y demandar su reparación, pues sólo la revelación violenta ante el sistema que mantiene ese derecho en la oscuridad podría echarle luz. 

Entre otros argumentos, se alude a que toda persona que quiera llamar la atención de figuras prominentes debe manifestarse con ira porque se encuentran en posiciones de difícil acceso. En esos casos, la ira no sólo es aceptable, argumentan, sino que es obligada. Las injusticias persistirían sin aquellos que se les opongan con medidas radicales e incluso el declive de la civilidad resultaría aceptable, alegando que una política más antagónica conduce al rechazo de falsos compromisos y evita que las personas tomen decisiones sólo por cortesía. 

Sin embargo, para que este acto de protesta se convierta en derecho a la resistencia, y no en un simple acto violento desobediente de la autoridad y las instituciones, al menos cuatro pasos deben respetarse. Como regla, la promoción de fines sociales debe lograrse por vías pacíficas y es por esta razón es que no nos alzamos en armas contra las instituciones cada vez que deciden en nuestra contra o que no tomamos el Congreso cuando una nueva ley nos perjudica. En primer lugar habrá que determinar si existe o no un derecho vulnerado. 

En segundo lugar, y una vez comprobada la vulneración del derecho, es necesario corroborar que no puede repararse tal daño por las vías democráticas previstas. Quizá la falta de reparación del derecho vulnerado obedece a una mera imposibilidad material como puede ser la falta de recursos, u obedece a un sistema perverso que somete a la población. 

Si se ha logrado establecer que existe un derecho vulnerado que no puede resolverse por las vías democráticas, como tercer paso habrá que analizar si éste derecho está por encima del derecho violentado. Y como cuarto y último paso, si los tres pasos anteriores se han cumplido, podremos decidir si la violencia ejercida encuentra justificativo o no. Para el primer y segundo paso la forma del reclamo es fundamental, para el tercer y cuarto punto, la pregunta está en si el contenido del reclamo por el derecho vulnerado está justificado. Por ejemplo: sí ese derecho por el cual se protesta sólo puede satisfacerse a largo plazo mediante una protesta que violenta otro derecho y que exhibe las vías futuras para lograrlo.  

El desafío, entonces, está en distinguir cuando el derecho a la resistencia ha sido utilizado válidamente, de cuando las reacciones fueron desproporcionadas al estado de las cosas. Si son esencialmente justas hacia el futuro, y no constituyen un avasallamiento hacia la libertad de expresión de otros grupos con fines políticos.