Páginas y blogs en español

Páginas y blogs en inglés

domingo, 10 de noviembre de 2019

Libertad de expresión como insistencia

(Banksy)

El reproche selectivo a ciertas posturas políticas: neoliberalismo vs estatismo, colectivismo vs individualismo, entre otras, desconoce dos hechos transversales de la realidad actual. Uno es que los comportamientos dictatoriales no entienden de ideología. El otro hecho es el mal uso de la libertad de expresión para resistir estos comportamientos dictatoriales, al partir de una errónea concepción por la cual la manifestación de reproche es primariamente violenta y selectiva, para sólo secundariamente transformarse en pacífica y dialoguista, sea por parte del Estado o de los actores sociales particulares. En general esta segunda actitud requiere, como presupuesto, haber tomado el poder del Estado o estar atravesada por serios intereses políticos tras triunfar por la acción primaria violenta. 

Lo que pretendo con este comentario, entonces, es reflexionar de manera genérica y sin mayor rigor técnico-jurídico sobre que no es la libertad de expresión. La libertad de expresión será vista como un principio fundamental para llevar a cabo los reclamos y resistencias que ocurren a lo ancho del continente. 



Que no es la libertad de expresión 

- La libertad de expresión no es violencia 

Aun cuando consideremos que lo expresado por terceros es absolutamente aberrante, ofensivo, o vil, la libre expresión no es violencia y esta distinción debe ser absolutamente clara. Si fuésemos a considerar algunos discursos violentos, entonces resultaría aceptable responder con más violencia. Así, no se trata de negar que no puedan existir discursos violentos o que inciten a la violencia y que deban ser penados con el debido proceso legal por atentar contra derechos de terceros. De lo que si se trata, no obstante, es que esta negación del discurso por su contenido o forma violenta debe ser la última opción tras haber demostrado que existe un vínculo directo, único, justo e ilegítimo entre el actor discursivo, quienes lo interpretan, comparten y vocalizan, y quienes padecen sus consecuencias. 

Bajo este bosquejo, no podrá considerarse ofensivo el discurso que lesione un presunto derecho a no ser ofendido. Esta tautología logra dos cosas a favor de la libertad de expresión: la primera es no atentar contra la búsqueda natural de la verdad que, de resultar en un cambio fundamental de paradigma, suele resultar ofensiva, la segunda es mantener la civilidad política, porque como lo afirmó en su momento Cristopher Hitchens: “aquellos que estén determinados a resultar ofendidos descubrirán una provocación en todos lados. No podemos aceptar la posibilidad de adaptarnos lo suficiente a estos fanáticos, y es degradante hacer el esfuerzo” (1). 

Argumento que la herramienta a proveer para aquellos ofendidos tan sólo puede ser más libertad de expresión. En esencia, muchos olvidan una opción fundamental: la posibilidad de valerme de mi derecho a la libertad de expresión para señalar que ese discurso es aberrante, ofensivo o vil y que por ende no debe ser escuchado. A pesar de que ciertas palabras producen en parte de la población un genuino enfurecimiento, no podemos por ello considerar que esas palabras signifiquen lo que esa persona ofendida quiera que signifique, o que el emisor deba ser penado, o que la palabra deba ser censurada. La regla sigue siendo no silenciar a nadie y responder la expresión con más expresión, siempre. 

Como consecuencia, no debemos convertir palabras específicas en un tabú generalizado, ya que le da a esos términos un poder desproporcionado sobre el resto sin la legitimidad y el contexto que toda convención social y entendible del habla concreta requiere. De propagarse el tabú, se habilitan peligrosos manejos políticos y, en el peor de los casos, un parcial y acrítico apoyo del monopolio de la fuerza pública del Estado para sancionar a quienes lo utilicen. Incluso las acciones de repudio dirigidas hacia quienes usan la palabra tabú con el fin de sobreproteger a las personas representadas por el mismo puede aumentar los prejuicios que se buscan combatir. Daría la impresión de que la palabra representa algo tan horrible que rehuimos incluso a utilizarla y, por ende, a tratar con todo aquello: personas, grupos, símbolos, que esa palabra significa. 

En el corto plazo, las acciones de repudio empleadas para proteger una idea –hoy esa idea podría ser un derecho futuro- privan a la misma de la autoridad necesaria para regir e imponerse con respeto, por no ser el fruto de la confrontación necesaria que surge del libre intercambio de ideas por medio de la expresión. Así, por más buena que sea la intención de construir un espacio seguro mediante la censura o las connotaciones negativas sobre una palabra, ni podrá construirse con censura ni será seguro cuando las personas no puedan decir lo que piensan para llegar a la verdad. 

Por encima de todo, ¿quién debería elegir a los censuradores? En palabras de Karl Jaspers: “¿Quiénes son las mentes perspicaces con tanta visión sobre la verdad que tan sólo los dioses poseen? La censura no hace nada mejor. Tanto la censura como la libertad serán abusadas. La pregunta simplemente es: ¿qué abuso es preferible? ¿Dónde reside el mayor beneficio? La censura lleva a la supresión de la verdad como a su distorsión, mientras que la verdad sólo lleva a su distorsión. La supresión es absoluta, pero la distorsión puede ser corregida por la libertad misma" (2). 

Generalmente, quienes pretenden borrar ciertas palabras del libre intercambio de discursos lo hacen desde una mirada pesimista del mundo en un momento histórico. Bajo una suerte de cápsula tribal, buscan al unísono acabar con el sistema de creencias instaurado mediante medidas radicales. Lo que esta visión da por sentado, sin embargo, es que la palabra aberrante del hoy puede ser el paradigma esperanzador del mañana. También ignora los avances de nuestra historia, porque ha pasado mucha agua por el puente para que los Estados canalicen de modo equidistante y pacífico los reclamos. Después de todo, Galileo fue llevado preso por decir la verdad futura. 

- La libertad de expresión no es obligar a escuchar 

Como lo señalan Helen Pluckrose y James A. Lindsay, “el principio de libertad de expresión es muchas veces malentendido (…) bajo la forma de la falacia de demandar ser escuchado”. Como ejemplo, ellos citan el siguiente parafraseo: “Estar a favor de la libertad de expresión, pero después no permitir que te hablen. Esto es, en el mejor de los casos, inconsistente y, en el peor, francamente hipócrita" (3). 

Efectivamente, en el punto anterior destacamos que el control de los discursos por medio del repudio o la violencia lesiona el lado positivo del derecho a expresarse o a escuchar esas expresiones. La misma lesión puede suceder a la inversa: cuando la persona decide asumir una posición “omisiva” y es compelido por la fuerza a escuchar o manifestarse. Es decir, cuando la violencia se ejerce sobre el lado negativo del derecho a la libertad de expresión consistente en el derecho a no expresarse o a no escuchar. 

En esencia, se ejerce libremente el derecho a la libertad de expresión cuando la persona decide no iniciar un debate con todas las ideas de todos los exponentes de esa idea. Como lo reiteran los autores citados: “muchas veces la crítica de “vos no escuchas las ideas de los demás” significa “vos te opones a escucharme a mí”. En verdad, esa persona está perfectamente habilitada a “no escucharte”. 

Quien demanda ser escuchado puede sostener ideas no avaladas por ningún tipo de evidencia, restándole valor a la continuación del debate. A su vez sus ideas pueden ser deshonestas o absolutamente incompatibles con el tipo conversación entablado (ello suele suceder cuando no se está dispuesto a tomar o ceder en ningún punto de la controversia durante un debate). Por último, detrás de esa demanda a ser escuchado puede existir otra persona no demandante que exponga mucho mejor esa idea que la persona demandante actual. 

- La libertad de expresión no es control discursivo atemorizante 

Afortunadamente, la libertad de expresión parte de la base de un hecho incontrastable: nadie puede saber o controlar con certeza lo que piensa cada persona en su mente. Ahora bien, el camino hacia la expresión nunca puede terminar allí porque el punto de partida en una sociedad pluralista y democrática es que se permita a los habitantes expresar sus pensamientos a viva voz sin que deban sentir ningún tipo de temor al hacerlo. 

El control de los discursos nunca puede provenir del miedo que se infunde a una persona para privarla de emitirlos. Esto que parece un hecho de inmensa obviedad, suele quedar estancado sin su consecuencia lógica que es: los discursos pueden controlarse, pero sólo con más discursos que añadan una cuota de controversia al debate libre y hagan nacer por voluntad propia de quien ha mantenido la postura no triunfante la posibilidad de modificar o retirar esa postura por más aberrante o burda que parezca. 

Cuando se priva a uno del derecho a expresarse, paralelamente se daña el derecho de los demás a escucharlo. Al privar a las personas de ambos derechos, se les quita la posibilidad de aprender a confrontar con otros, a cambiar su opinión o evaluar sus ideas. Es decir, se les priva de la opción de controlar discursos con sus propios discursos. 

Históricamente podríamos graficar los efectos de estas prácticas nocivas con la figura de la guillotina o la horca dirigida a quienes irrumpían en el status quo con un nuevo paradigma que consideraban aberrante para la época. Estos actos se exhibían públicamente ante el resto con efectos de prevención general negativa mediante violencia fulminante y notoria. Pero una de las formas menos notadas pero más eficaces, quizá, de control atemorizante del discurso en la actualidad es ni más ni menos que la autocensura voluntaria. Por esta última, la propia persona se convence de no expresarse porque observa en su entorno –cercano o lejano- las consecuencias gravosas de emitir su opinión sobre un tema determinado. 

La violencia y el miedo, entonces, son malos persuasores que buscan generar una impresión de control que altera el orden natural de búsqueda de la verdad en el mercado de ideas y genera necesidades anormales de expresión que acaban multiplicando el uso de la fuerza. Esta fuerza puede ser utilizada por el Estado en sus distintos niveles de gobierno, o por los actores sociales que se manifiestan contra él u otros particulares. 

En el caso de los gobiernos, estos comportamientos reconocen la cara dictatorial de izquierda, socialista, de Nicolás Maduro, que se arrastra desde Chávez y que quizá lidera la mayor represión de los últimos 50 o 60 años, con récords de pobreza, inflación, exiliados y muertes. Reconocen el debilitamiento republicano de izquierda, socialista, de Evo Morales, que avasallaba las instituciones y la voluntad popular para perpetuarse en el poder mediante la extorsión. 

Pero ahora reconocen los comportamientos dictatoriales de represión de los nuevos gobiernos de Chile y Ecuador. Ambos no han volcado el esfuerzo preventivo necesario para que los actores sociales descontentos canalicen sus reclamos. Por el contrario, han optado por enfrentarlos como masas, simplificándolos y reprimiéndolos sin ánimo de debate. 

También involucra a los actores que se rebelan contra estos comportamientos de modo violento e injustificado, como a los actores indirectos que deciden a quiénes prestar su apoyo y a quienes condenar. Personas que señalan cómodamente las aberraciones de un régimen específico, mientras que en paralelo desenfaldan un rápido y palpable doble discurso frente a las atrocidades que su ideología comete, rechazando la crítica y censurando la opinión disidente. 

- La libertad de expresión no es resistencia injustificada 

He sostenido en una entrada anterior de este blog que hay quienes consideran que los reclamos violentos, como la protesta o la toma de colegios, son un último recurso legítimo que tienen todas las personas cuando las vías democráticas de participación han fallado anteriormente o no son suficientes. Se argumenta que estos reclamos violentos son la única forma de exhibir un derecho vulnerado y demandar su reparación, pues sólo la revelación violenta ante el sistema que mantiene ese derecho en la oscuridad podría echarle luz. 

Entre otros argumentos, se alude a que toda persona que quiera llamar la atención de figuras prominentes debe manifestarse con ira porque se encuentran en posiciones de difícil acceso. En esos casos, la ira no sólo es aceptable, argumentan, sino que es obligada. Las injusticias persistirían sin aquellos que se les opongan con medidas radicales e incluso el declive de la civilidad resultaría aceptable, alegando que una política más antagónica conduce al rechazo de falsos compromisos y evita que las personas tomen decisiones sólo por cortesía. 

Sin embargo, para que este acto de protesta se convierta en derecho a la resistencia, y no en un simple acto violento desobediente de la autoridad y las instituciones, al menos cuatro pasos deben respetarse. Como regla, la promoción de fines sociales debe lograrse por vías pacíficas y es por esta razón es que no nos alzamos en armas contra las instituciones cada vez que deciden en nuestra contra o que no tomamos el Congreso cuando una nueva ley nos perjudica. En primer lugar habrá que determinar si existe o no un derecho vulnerado. 

En segundo lugar, y una vez comprobada la vulneración del derecho, es necesario corroborar que no puede repararse tal daño por las vías democráticas previstas. Quizá la falta de reparación del derecho vulnerado obedece a una mera imposibilidad material como puede ser la falta de recursos, u obedece a un sistema perverso que somete a la población. 

Si se ha logrado establecer que existe un derecho vulnerado que no puede resolverse por las vías democráticas, como tercer paso habrá que analizar si éste derecho está por encima del derecho violentado. Y como cuarto y último paso, si los tres pasos anteriores se han cumplido, podremos decidir si la violencia ejercida encuentra justificativo o no. Para el primer y segundo paso la forma del reclamo es fundamental, para el tercer y cuarto punto, la pregunta está en si el contenido del reclamo por el derecho vulnerado está justificado. Por ejemplo: sí ese derecho por el cual se protesta sólo puede satisfacerse a largo plazo mediante una protesta que violenta otro derecho y que exhibe las vías futuras para lograrlo.  

El desafío, entonces, está en distinguir cuando el derecho a la resistencia ha sido utilizado válidamente, de cuando las reacciones fueron desproporcionadas al estado de las cosas. Si son esencialmente justas hacia el futuro, y no constituyen un avasallamiento hacia la libertad de expresión de otros grupos con fines políticos. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario