viernes, 5 de octubre de 2018

Los Dilemas del Consentimiento Sexual – Una mirada problemática sobre los abusos a la libertad sexual




(Violación en Bantahand - Chusak Majarone)

Introducción

La primera vez que el consentimiento fue consagrado expresamente como manifestación del derecho a la libertad sexual, sucedió hace casi 20 años atrás con la promulgación de la ley 25.087. En 1999 se modificaron los alcances del artículo 119 del Código Penal, ampliando los factores que anulan la libre determinación de la víctima, antes dados sólo por la fuerza y la intimidación, estableciendo: “el que abusare sexualmente… aprovechándose de que la víctima por cualquier causa no haya podido consentir libremente la acción”

Sin embargo, la interpretación jurisprudencial del articulado no acompañó las afectaciones a la libertad sexual en toda su extensión, dejando abierta una puerta de contradicciones entre el texto expreso de la norma –que considera delito la agresión sexual contra el consentimiento libre de la víctima- y lo interpretado por los operadores jurídicos – que seleccionan de forma arbitraria a ciertos medios comisivos clásicos que vician el consentimiento y no otros, como el engaño, que generan el mismo efecto-.

Argumento, entonces, que si hemos de definir el abuso sexual y la violación como agresiones a la libertad sexual, no sólo deberán sancionarse supuestos en donde el consentimiento de la víctima haya sido viciado por medio de fuerzas o amenazas, sino que además deberán sancionarse todos los otros casos que generen el mismo efecto por medio del engaño o el error.

Y si estoy en lo correcto, habrá que repensar porque la mayoría de los jueces nacionales no ha considerado delito el acto sexual obtenido por medio del engaño y cuáles serían las consecuencias aberrantes de admitirlo. ¿Qué requisito falta para el delito sexual en casos de engaño o error culpable? El requisito faltante, ¿es concordante con la idea de abuso o violación como sexo sin consentimiento libre por cualquier causa? Y si no lo es, ¿estamos dispuestos a aceptar las consecuencias de proteger a la libertad sexual como un bien jurídico?, ¿es acaso el derecho que deberíamos tutelar?

jueves, 2 de agosto de 2018

Idas y vueltas con el aborto, la objeción de conciencia y el sector privado

Pensando sobre el proyecto de ley del aborto (1), no puedo dejar de preguntarme cuáles serán las consecuencias de su aprobación si queremos asegurar el derecho de abortar en los servicios privados. Cómo exigirles prestaciones públicas a organizaciones privadas sin pisotear la autonomía colectiva e individual que las caracteriza.

De momento, podríamos analizar la cuestión en dos partes. La primera parte consiste en advertir una contradicción: las razones para prohibir la objeción de conciencia institucional pueden utilizarse para prohibir la objeción de conciencia individual, sin embargo esta última está permitida. Y la segunda, en averiguar por qué esta contradicción se mantiene y que podría pasar en el futuro si la resolvemos.

Por el artículo 9 del proyecto, las autoridades de cada establecimiento de salud deben garantizar la realización de la interrupción voluntaria del embarazo. Públicas o privadas, las instituciones prestan servicios de acuerdo a la ley y por ella se ven obligadas. Y así como un colegio privado debe dictar las materias que la ley pública considera necesarias para la enseñanza, una clínica privada que presta el servicio genérico de salud reproductiva también se verá obligada a prestar el servicio del aborto. 

La clínica privada, entonces, es una entidad sujeta a reglamentación estatal que por fuera de su margen de discrecionalidad (como el monto de la cuota, los tratamientos particulares, las comodidades del paciente, etc.) se ajusta a la ley como cualquier otra institución del rubro privado que brinde servicios regulados por la ley.

Es por esto que no admitimos la objeción de conciencia institucional, porque aceptarla significaría desobligar del cumplimiento de la ley a las instituciones del sector privado que prestan servicios de salud reproductiva. Tampoco tienen conciencia ni deben convertirse en obstáculos para el ejercicio pleno del derecho de abortar, más aún cuando se trata de necesidades inatendidas.

Curiosamente, no pensamos lo mismo cuando se trata de los profesionales que concretizan esas prestaciones de salud mediante su ejercicio profesional. El artículo 11 del proyecto admite la objeción de conciencia individual, por la cual el o la profesional de salud puede eximirse de su obligación de interrumpir el embarazo cuando así lo manifieste.

Mucho se ha dicho con respecto al porqué debemos admitir la objeción individual: que forma parte del contenido iusfundamental del derecho a la intimidad, que es inofensiva para terceros y que existen otras vías para satisfacer el derecho a abortar. En síntesis, se trata de “tutelar a la persona como sujeto titular de derechos fundamentales y derechos humanos frente a determinadas obligaciones impuestas desde la actividad estatal” (2).

Pero cabe preguntarse, ¿es la objeción de conciencia individual un supuesto tan distinto al de objeción de conciencia institucional? O viceversa, ¿los argumentos por los cuales no admitimos la objeción de conciencia institucional, pueden ser aplicados a la objeción de conciencia individual?

Es que en verdad, los médicos no estarán ejerciendo su derecho a la intimidad cuando se trata de una obligación profesional que ellos han decidido ejercer. No hay intimidad que valga cuando el prestador del servicio ha jurado ejercer su profesión conforme a las leyes. Y al igual que la institución a la que pertenece, existen supuestos en donde su margen de discrecionalidad cede por sobre lo que la ley demanda. El médico, entonces, está al servicio del paciente y no el paciente al servicio del médico (3).

Tampoco es cierto que la objeción de conciencia individual no pueda resultar ofensiva para terceros en el futuro. En California, Estados Unidos, por ejemplo, la cantidad de médicos objetores impactó directamente en la prestación del servicio del aborto, lentificándolo a tal punto que nuevos proyectos de legislación intentaron e intentan revertir la situación (4).

Es decir, la objeción de conciencia individual puede convertirse en un verdadero obstáculo para la prestación efectiva de los servicios de salud reproductiva en toda su extensión. Además de ser incorroborable y arbitraria, esta opción del médico sobrepone su decisión personal o lo que fuere, por sobre lo que la ley ordena.

Si la ética médica privada cede ante la ética médica pública, en verdad no importa el tipo de objeción. La clínica y el médico que la integra, por las responsabilidades de su función, se verán obligados a obrar contra su propia conciencia moral (5).

Ahora bien, ¿qué sucede cuando lo obligación impuesta por la ley es repudiable? Si el día de mañana una nueva ley nos convoca a una guerra, ¿no podríamos invocar la objeción de conciencia individual? ¿Hasta qué punto toleraríamos el atropello de lo público por sobre lo privado? Y en un plano político, ¿resultaría peligroso forzar a clínicas y médicos a prestar un servicio que no comparten?

Más allá de que considere muy distinta la objeción de conciencia interpuesta ante un llamado del ejército, de la interpuesta por el médico para brindar un servicio de aborto (servicio que tampoco considero una práctica repudiable dentro de ciertos límites, como las primeras 12 de gestación del feto), remover la objeción de conciencia individual implicaría grandes riesgos. 

Si algo nos ha enseñado la temática del aborto, es que resulta fundamental separar el plano ideal del plano real. Así, sería ideal que médicos e instituciones garanticen el derecho a abortar porque lo demanda una ley razonable que hoy está siendo debatida democráticamente, sin importar si la institución es pública o privada.

Preferiría no forzar a clínicas privadas y sus médicos a realizar actos en los que no creen. Preferiría que ofrezcan una prestación porque es su obligación hacerlo, y lo hagan de forma conciente y responsable.

También sería ideal que el Estado no se valga de su facultad de reglamentación para imponernos obligaciones que atenten contra nuestro espíritu autónomo. Es decir, el Estado no debería utilizar los mismos argumentos para quitar la objeción individual en un tema como el aborto, para luego convocarnos a una guerra y no permitirnos objetarla.

Y por último, sería ideal que la contradicción expuesta en la primera parte de este comentario -que un mismo proyecto de ley prohíba la objeción institucional pero permita la individual- no sea utilizada como referencia en otros casos. No querríamos, por ejemplo, que por un lado el Poder Judicial garantice el derecho de defensa a todo acusado, y por el otro los defensores se nieguen a brindar ese derecho por las condiciones o estado del imputado. 

En conclusión, mantener la regulación actual del proyecto de ley del aborto es una suerte de mal menor. Si bien sería lo correcto advertir la contradicción señalada y abolir la objeción de conciencia individual por las mismas razones que se ha abolido la institucional, temo que hacerlo podría significar un precedente del que se valga el Estado para vulnerar casos de genuina autonomía personal.

El costo de mantenerlo, tristemente, lo pagarían las mujeres que deseen interrumpir su embarazo y se vean obstaculizadas por médicos que se niegan a prestar su servicio. La solución, quizás, no está en el Estado o en el sector privado, sino en el paso previo para evitarlos.




2- Aborto voluntario y objeción de conciencia institucional y/o de ideario (SEGUNDA PARTE) - Andrés Gil Dominguez en su blog, 21 de Junio de 2018,


3 y 4- An obligation to provide services: what happens when physicians refuse? - Christopher Meyers y Roberts Woods, 1996


5-  There is no defence for ‘Conscientious objection’ in reproductive health care - Christian Fialaa y  Joyce H. Arthurb, 17 de Julio de 2017

jueves, 5 de abril de 2018

4 afirmaciones FALSAS sobre la teoría penal de Zaffaroni


Me propongo rebatir públicamente cuatro afirmaciones muy difundidas y aceptadas, pero también muy falsas, sobre la Teoría Penal de Zaffaroni. Insisto en el debate profundo e informado y no en el cuento de dos líneas, que, disfrazado de verdad, nos hace creer lo que es una burda mentira. 


En este caso, la argumentación es teórica y no versa sobre su persona o vida política, que habrá de discutirse en otro lado y de otra forma. La circunstancia de hablar de su teoría prescindiendo de su vocación política, demuestra la complejidad de la discusión y sus preferencias para llevar adelante un modelo de sociedad, todo lo cual merece ser discutido pero no se hará en el presente escrito.

1- Zaffaroni es abolicionista


Empecemos por destacar que existen diferentes abolicionismos, y sí, algunas teorías fueron y son anarquistas. La principal postura abolicionista, sin embargo, es aquella que insta al reemplazo del sistema penal por otras instancias de solución de conflictos, unas de carácter preventivo, de corte asistencial y menos violentas, como resultado de la crítica sociológica al sistema penal. Sus principales autores son Nils Christie, Hulsman Bernet de Cellis, Thomas Mathiesen, entre otros. 


Así, el abolicionismo (por lo menos el ajeno al radical) no propone cerrar cárceles y liberar presos. Con rotundo éxito, sociedades más desarrolladas y con mejor nivel de vida que en la Argentina, han implementado las teorías abolicionistas. Su primera medida no fue cerrar cárceles, sino que, por el contrario, éstas subsisten hasta el día de hoy, incluso vacías por la falta de presos que poseen: https://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/tesis/te.400/te.400.pdf


Ahora bien, sería ingenuo desconocer que la evidencia empírica del éxito abolicionista en los países nórdicos se debe a que son sociedades menos violentas, menos punitivas, y más educadas que las nuestras. Sociedades diferentes obedecen a patrones de socialización diferentes, que operan su criminalización con índices de pobreza, educación y desempleo, muy dispares a los nuestros.


Por esto mismo, Zaffaroni no adopta una solución abolicionista para la Argentina y Latinoamérica. En sus palabras, el abolicionismo es un modelo de sociedad, “por lo cual no ofrece propuestas concretas para los operadores de las agencias judiciales dentro de los sistemas penales contemporáneos (1).” Aclara en otro texto que “Procuramos la renovación de la dogmática penal desde la deslegitimación del sistema penal, orientada instrumentalmente hacia la limitación y reducción de su ámbito y violencia, en camino a una utopía (por lejana y no realizada, pero no por irrealizable) abolicionista del sistema penal (2).” 


El abolicionismo es un fin que debe orientarnos a todos, pero por sus costos de implementación en una sociedad violenta como la nuestra, no ofrece respuestas inmediatas que nos permitan incidir en el contexto real que hoy vivimos. Con esto en mente, “El dogmático que así operase sería un ENEMIGO del sistema penal, pero NO un abolicionista (3)”, que sólo ve al abolicionismo como un objetivo mediato.


2- Zaffaroni no propone nada


Lo que ofrece Zaffaroni parte de la realidad del Sistema Penal, base que le servirá para desarrollar, de modo más complejo, una teoría penal comprensora de la pena y del delito. Es decir que “Zaffaroni, parte del camino opuesto: tras confrontar los principios teóricos de cada una de dichas teorías legitimantes de la pena y las prácticas reales de todo sistema penal, concluirá que éstas le niegan toda eficacia a cada una de aquellas teorías. En este sentido, comienza su camino desde el "ser" de la realidad social y desde allí ejerce una suerte de falsación del "deber ser" de los postulados legitimantes (4).”


Al exponer el Sistema Penal, su irracionalidad se hace manifiesta por operar de forma inversa a como lo afirma el discurso jurídico-penal. Más que reducir la violencia social, termina duplicándola, y como la capacidad operativa de las agencias que componen la criminalización (principalmente las agencias policiales) es muy escasa, la impunidad es siempre la regla y sólo se atrapa a quien comete hechos burdos de fácil detección.


Si además la historia demuestra que la selectividad punitiva es estructural y perversa, los juristas sólo pueden reaccionar con el escaso poder que detentan: principalmente discursivo, filtrando los casos de menor irracionalidad posible como una “suerte de mal menor (5)”, sin caer, al mismo tiempo, en la legitimación del sistema penal a través de la ilusión de solucionar de conflictos. Si los jueces fuesen a practicar una deslegitimación absoluta, serían aplastados por el poder de las restantes agencias del sistema penal.


Cambiar la metodología del saber penal para efectuar un planteo de realismo jurídico-penal es, por ende, la respuesta más práctica y reductora. La preocupación resulta inmediata e implica adoptar un concepto negativo y agnóstico de la pena: “El concepto es negativo porque no le asigna función positiva a la pena y porque se obtiene por exclusión en tanto refiere a la pena como ejercicio de poder que no tiene función reparadora o restitutiva ni es coacción administrativa directa. Es agnóstico en cuanto a su función, porque parte de su desconocimiento (6)”, es decir, es incierto si ésta o cualquier otra sociedad cambiará sus estructuras para brindar un servicio público penal no selectivo e igual para todos.
 

3- Zaffaroni diseñó un derecho penal sólo para abogados defensores


De las afirmaciones más escuchadas quizá ésta es la más burda, pues demuestra un triste desconocimiento de la obra de Zaffaroni y, por sobre de todo, de la función del defensor público y de los actores en el proceso penal.


En mí humilde opinión, el principal motivo de esta desafortunada idea es que la descripción histórica y conflictiva entre el Estado de Derecho impulsado por un Derecho Penal etizado y el Estado de Policía impulsado por el aumento del poder punitivo, da cuenta de un enfoque profundamente vinculado a la idea de garantismo. 


El hecho de que el defensor suela ser quien, ante los ojos de una sociedad trillada de castigo ejemplar, bogue por la prevalencia absoluta de las garantías de una persona abominable, nos lleva a identificar su rol con la teoría de Zaffaroni. Bajo esta mirada superficial, el defensor cumple su función apoyado en los postulados del Estado de Derecho, mientras que el fiscal y el juez son los que castigan y solucionan los problemas. Éste enfoque ha sido altamente trivializado y ha olvidado que una “dogmática jurídico-penal que se haga cargo de la deslegitimación del ejercicio de poder se nos impone en función de un imperativo jushumanista (7)


Lo que su teoría penal en verdad ofrece es “una reelaboración del derecho penal de GARANTÍAS (8)”, basándonos en datos ónticos para establecer un concepto limitador de la pena. Ello significa que el ejercicio penal es ético cuando el defensor, el fiscal y el juez operan reduciendo el poder punitivo por el respeto íntegro de los derechos y garantías de la persona humana.


Si bien podríamos hacer excepciones de reproche a través del poder punitivo y considerar las penas como necesarias: por ejemplo, el castigo a genocidas en donde la impunidad podría afectar la conciencia de toda la sociedad, esto no es lo importante a un nivel macrosocial. Penar a quien cumple una norma penal no es igual a legitimar el poder violento y selectivo del Estado a través del sistema penal.


Optar por la pauta más adecuada al respeto irrestricto a los derechos de la persona de ninguna manera puede ser considerado un mensaje único al defensor público, sino una obligación humanista positivizada en la Constitución Nacional que se les impone a todos los que integran las agencias del sistema penal. 


4- Zaffaroni libera a los presos


Muy por el contrario, en las últimas décadas nuestro país ha aumentado penas y tipificado más delitos. Sin ningún respaldo sobre la supuesta reducción de los índices de criminalidad, la legislación penal expansiva y agraviante parece tener un efecto contraproducente: https://www.lanacion.com.ar/2088947-carceles-argentinas-en-10-anos-la-poblacion-penitenciaria-aumento-un-41 o http://www.cels.org.ar/especiales/informe-anual-2016/wp-content/uploads/sites/8/2016/06/IA2016-07-aumento-encarcelamiento.pdf


Tras ver los datos de la inflación y ordinarización penal, al abolicionismo le corresponde un serio reconocimiento de verdad en sus postulados. Es lógico que la sociedad se oriente a no provocar más delincuencia de la que ya existe y demuestre un esfuerzo constante para reducir un sistema penal que nos vende una solución, cuando sólo aumenta los problemas.


Zaffaroni se contradice


Los argumentos que giraron en torno a las cuatro afirmaciones anteriores demuestran dos cosas: la primera es que, al abordar una teoría penal, debemos hacerlo teniendo en cuenta cierta complejidad y rigor técnico porque no deja de ser una construcción teórica que se elabora interpretando - en parte - la ley penal, y segundo, que dichas afirmaciones son, por lo menos, parcialmente falsas si con las mismas decidimos aludir a la teoría penal de Zaffaroni.


Nada de lo sostenido hasta ahora es óbice para adoptar una postura crítica sobre su teoría penal, reconociendo en su desarrollo profundas contradicciones en el marco teórico como práctico. Es importante aclarar, sin embargo, que las críticas expuestas a continuación se diferencian de las afirmaciones anteriores por varias razones: revisten un contenido complejo y desarrollado, de ninguna manera pueden corresponderse a afirmaciones infundadas o, incluso, mal intencionadas como las señaladas y, principalmente, no se disocian del necesario vínculo que debe existir entre el derecho penal y los derechos humanos, reconociendo una deslegitimación, al menos parcial, del sistema penal.


Desde el plano teórico, podemos acudir a la crítica de Daniel Rafecas sobre la falacia normativista de la teoría agnóstica de la pena. En apretada síntesis, para Rafecas la teoría agnóstica de la pena crea una realidad normativa que no existe, ya que coloca la agencia judicial en un plano del deber ser tras describir a todas las restantes agencias en un plano del ser. “Una agencia judicial que es consciente de la selectividad del sistema penal y así opera en permanente contraselectividad, aplicando nociones fundamentales tales como la insignificancia y la vulnerabilidad (9)” es ver a los jueces como héroes, describe. La agencia judicial también opera en forma negativa y empíricamente no ejerce un control de irracionalidad caso por caso.


Desde el plano práctico, Roberto Gargarella ensaya una crítica desde el Republicanismo Penal. Cuando una comunidad se autogobierna, se alienta la participación de la ciudadanía y se siente colegisladora de las leyes penales, puede generarse una concepción del bien que ponga el acento en el reproche y la socialización de la pena mediante prácticas de inclusión e igualdad.


Bajo la mirada republicana, la teoría de Zaffaroni resulta excluyente de tareas propiamente democráticas. Deberíamos bloquear la posibilidad de que personas vulnerables sean perseguidas y no propiciar el retiro o minimización de violencia del Estado. Para Gargarella, entonces, el juez penal no debe desconfiar de la democracia y tiene que ir a fondo con la deslegitimación de lo injusto (como la selectividad penal). “En tal caso, la obligación del juez no podría ser otra que la de dejar absolutamente de respaldar ese derecho, para aplicar, en todo caso, otras medidas no contaminadas de esa inaceptable injusticia (10)”.


Si para Zaffaroni el juez penal lleva adelante una tarea como la de la Cruz Roja, que no acepta la guerra, pero tampoco tiene poder para suprimirla, para el Republicanismo Penal el juezcumple funciones completamente diferentes a la Cruz Roja y reconoce en él capacidad de reducir la violencia dentro de su ámbito. 


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(1) y (2) Eugenio Raúl Zaffaroni - Hacia un realismo jurídico penal marginal, pág. 15 y 16


(3) Eugenio Raúl Zaffaroni - Hacia un realismo jurídico penal marginal, pág. 27


(4), (5) y (9) Daniel Eduardo Rafecas - Una mirada crítica sobre la teoría agnóstica de la pena 


(6) Eugenio Raúl Zaffaroni, Alejandro Alagia y Alejandro Slokar - Tratado de Derecho Penal, Parte General, 2002, pág. 45 y 46.

(7) y (8) Eugenio Raúl Zaffaroni - Hacia un realismo jurídico penal marginal, pág. 33 y algo también En torno a la cuestión penal – Conferencias de Eugenio Raúl Zaffaroni 

(10) Roberto Gargarella - Castigo y exclusión en la teoría de Eugenio Raúl Zaffaroni

Algunos párrafos se han inspirado en el libro En busca de las penas perdidas y en el Debate Nino-Zaffaroni.

miércoles, 21 de febrero de 2018

¿Por qué no se despenaliza y legaliza el aborto?


Ya en 1996 René Favaloro advertía la profunda desigualdad entre mujeres ricas, que podían practicarse un aborto seguro dentro de clínicas privadas, y mujeres pobres, relegadas al mundo de la clandestinidad. 

Esta observación iluminaba una realidad que muchos pretendían y pretenden oscurecer: el aborto constituye una situación de emergencia pública ante la cual, de una manera u otra, se debe actuar. Después de todo, legislar sobre una base exclusivamente ideal y negatoria de los hechos significaría privar al Derecho de esa necesaria dosis de posibilidad real.

¿Cómo se explica entonces, tras décadas de reclamos, que no exista una normativa apta para las circunstancias? ¿Por qué no se ha regulado eficazmente una problemática que arroja cifras desgarradoras? En mi humilde opinión, la discusión sobre el aborto merece una crítica de contenido y de movimiento, indispensable para seducir a aquel sector de la sociedad que -con opiniones respetables- se opone a transparentar la materia.

En un grado más próximo, el contenido está compuesto por un criterio descriptivo, otro concientizador y, por último, un criterio ético-moral. El primer criterio procura revelar datos de la realidad: según la OMS se practican 50 millones de abortos por año, de los cuales 30 corresponden a países en subdesarrollo. El segundo criterio informa a la población de cara al futuro, sintetizando su programa en la conocida frase “educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar y aborto legal para no morir”. 

El tercer criterio, sin embargo, es el más importante. De las marchas por el aborto, parecería que el mensaje ético-moral es proteger la autonomía del propio cuerpo de la mujer, pero sin indagar su por qué y sus consecuencias. Parafraseando a Bimbo Godoy, nada de morales o posturas éticas: el problema importante es la emergencia de salud pública. 

Con todo, esta mirada mayoritaria sobre el tercer criterio deja de lado la importantísima discusión en torno a la personalidad del no nacido y su derecho a la vida, asunto que no puede soslayarse si se desea una adecuada comprensión de la materia. Opino, por ende, que el debate sobre el aborto es en última instancia, un debate profundamente ético. Abortar no es un acto moralmente inocuo, y sólo reflexionando sobre lo que se debería hacer se logrará promover una ley a la altura de las circunstancias.

Una mirada esclarecedora ha sido expuesta por Laurence H. Tribe, quien define el debate ético como un “choque de absolutos”. Es decir, de un lado, la creencia de la autonomía absoluta de la mujer sobre su cuerpo, siendo el aborto aproblemático, y del otro, el derecho absoluto a la vida del no nacido y, en consecuencia, la visión del aborto como asesinato de un ser humano inocente. Éste choque puede sortearse adoptando una posición de diálogo, que nos obligue a entender las posiciones contrarias. 

Frente a quienes sostienen el derecho a la vida de manera absoluta, puede argumentarse la no personalidad actual del embrión (viabilidad potencial, capacidad de consciencia y sentir), la relativización del derecho a la vida (en ningún régimen de la historia se equiparó la pena del homicidio a la pena por aborto, ni la iglesia celebra exequias de fetos prematuros) y los supuestos de legalización del aborto (en caso de violación o riesgo de vida para la mujer).
La valoración contraria, evidencia que el derecho a una autonomía total sobre el propio cuerpo resulta éticamente irrazonable: los abortos del tercer trimestre de embarazo no son equivalentes a los más tempranos, implicaría no tener cuidado sobre la salud del futuro niño, y el aborto podría tener fines o motivos triviales.

Como afirma Alfonso Ruiz Miguel, “En los dos casos, lo inaceptable está en su respectivo carácter absoluto… El valor de la vida humana potencial, que es de lo que aquí se trata, es variable, sin embargo, según el grado de proximidad a la personalidad”. Hay, por ende, una brecha difusa entre la libertad de concepción de la mujer y la prohibición de infanticidio.
Por lo demás, siempre debemos recordar que las personas son fines en sí mismas. Suponer que la mujer se ve obligada a llevar a cabo un embarazo por el sólo hecho de padecerlo, resulta éticamente intolerable.

Con respecto a la crítica de movimiento, considero que los principales colectivos sociales a favor del aborto se han abocado a imponer opiniones por el puro acontecer de la realidad. Pero, como he intentado dejar en claro, la existencia de prácticas abortivas no es el único criterio en la discusión, sino que el foco del debate debe ser profundamente ético. Esta mirada permitiría cambiar la discursiva de emergencia, por una de diálogo e intercambio de argumentos.

Aún más, utilizar exclusivamente el criterio descriptivo nos coloca frente a problemas de interpretación dispar: quienes creen que la legalización sólo provocará un aumento del número de abortos, frente a quienes desean permitirlo en condiciones seguras, públicas y gratuitas como una opción personal y concreta de la mujer. 

También surge un problema de enfoque, pues cabe preguntarse cuál es el punto de partida para legislar la cuestión. Si bien es cierto que el aborto ha sido legalizado de hecho -por el concepto de salud mental de la OMS y la defectuosa implementación del protocolo FAL- siempre debemos partir de la regla general: la prohibición penal en el artículo 85 y 86 del Código penal.

Además, debemos advertir que el artículo 4 del Pacto de San José de Costa Rica y el artículo 19 del Código Civil y Comercial de la Nación establecen que la vida de las personas comienza desde el momento de la concepción. No guste o no nos guste, la sanción de una ley que legalice y despenalice el aborto implicaría entender tales artículos desde la teoría de la formación del sistema nervioso central.

Se apreciará entonces que la despenalización y legalización del aborto es una empresa compleja, ciertamente álgida, que nos interpela a un intercambio genuino de visiones sobre lo deseable e indeseable, y no a un choque de cabezas frente a una realidad que requiere urgente tratamiento. Así, sólo una mirada crítica sobre su contenido y enfoque logrará reunir suficiente capital social para hilar tal fina situación.

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